En apariencia, los partidos políticos salvadoreños son perfectamente identificables; pero tal identificación se hace hasta hoy según ubicaciones simplistas en el trillado tablero que divide la realidad en tres zonas: derecha, izquierda y centro. A estas alturas, y dadas las múltiples evoluciones que muestra el fenómeno real en los decenios recientes, tales caracterizaciones dicen cada vez menos, y no porque el mapa de las ideas tenga vocación de uniformidad, sino por todo lo contrario: porque vivimos en un mundo que potencia la diversidad abierta en todos los órdenes, y la política no es ni puede ser la excepción. Los esquematismos típicos del mundo bipolar ya no funcionan en un mundo que está en proceso de recomponerse conforme a conceptos e impulsos multipolares.
Escrito por David Escobar Galindo.28 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Esto parece teórico, pero en los hechos constituye un imperativo eminentemente práctico. No es casual que cada vez más las viejas identidades –en este caso partidarias, pues nos referimos específicamente a los partidos políticos nacionales— vayan pareciendo máscaras desechables. Y esto no porque no haya identificaciones ideológicas disponibles, sino por la resistencia a buscarlas conforme a la realidad actual, ya que hacerlo implica desprenderse de los clisés del pasado, es decir, de esa falsa comodidad que sólo conduce a la más peligrosa ambigüedad. Nuestros partidos políticos son, en la coyuntura presente, ejemplos típicos de ambigüedad autodestructiva, aunque, si se les preguntara, cada uno de ellos iría repitiendo que sus identidades son inconfundibles. Despiste consciente.
Empecemos por la derecha. En este campo, jamás ha habido preocupación, y ni siquiera interés, por precisar ideas de base. Para el caso, el partido ARENA, que aun en su crisis sigue siendo el más representativo en su ámbito ideológico, nunca se ha tomado la molestia de precisar inequívocamente si es conservador o si es liberal, pues ser de derecha indica una pertenencia pero no una definición. En la práctica siempre pareció un agrupamiento conservador, movido mucho más por el sentimiento coyuntural que por el pensamiento estructural; pero eso a estas alturas ya no sirve para funcionar con efectividad convincente. Los hechos lo están evidenciando sin reservas, pero parece que no se oye, señor cura. Mis tías abuelas decían que Dios ciega al que quiere perder.
La izquierda tampoco es ajena a este requerimiento autodefinitorio. El FMLN es, y de seguro lo seguirá siendo en el futuro previsible, la fuerza emblemática de la izquierda, lo que debería ser visto como una fortaleza para el proceso, pues es la fuerza representativa del extremismo histórico de la izquierda que se lanzó a la lucha armada y que luego se sometió a la legalidad. Ahora, pues, el FMLN es un sujeto político no insurgente, sino competitivo, y esto es lo que parece no asumir del todo. La ambigüedad socialista unida a la ambigüedad revolucionaria es demasiada carga inútil, sobre todo para un partido que está en primera línea. Esto último es una responsabilidad que exige clarificaciones básicas, y en tanto el FMLN no las haga estará como ahora: en el equívoco erosionador.
Hay una franja partidaria que viene reclamando el calificativo de “centro”. Varias organizaciones han intentado, a lo largo del tiempo, convertir en marca política tal connotación; pero ninguna ha sabido precisar posición, y, por consiguiente, ninguna ha tenido real energía de crecimiento. Ahí están, sin más. En realidad, el mencionado “centro” más que una caracterización distintiva es un espacio de moderación hacia el que la misma realidad va impulsando, y por momentos empujando, tanto a las fuerzas de izquierda como a las fuerzas de derecha. No parece que el autocalificarse “de centro” genere identidad propia; más bien parece que el reconocer una orientación “hacia el centro” sea lo que resulte significativo y necesario.
Como están las cosas en el escenario partidario actual del país, nada hace ver que los partidos, atribulados cada quien a su estilo y según su situación por los desafíos imperantes, vayan en ruta inmediata hacia las definiciones que deben hacer inexorablemente. Eso les pone cargas cada vez más pesadas y, sobre todo, le complica el avance al proceso nacional, no sólo en lo político sino en todos los otros órdenes. Hay que seguir insistiendo, pues, en esta deuda modernizadora, respecto de la cual los partidos están en mora creciente. Una mora que a la postre no la tendrán que pagar ellos, sino el proceso mismo. La opinión ciudadana, entonces, debe mantener activo e insobornable el dedo señalador, porque lo que está en juego es la suerte misma de la democracia.
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