Si allá en los años treinta del pasado siglo se hubieran tomado en serio las “pensadas” visionarias de don Alberto Masferrer, otros gallos muy distintos le habrían cantado al país durante los decenios subsiguientes, en las madrugadas y en los madrugones.
Escrito por David Escobar Galindo.26 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Es un lugar común aseverar que crisis equivale a oportunidad; pero pasar del dicho al hecho implica explicitar las oportunidades concretas que se vinculan directamente con la experiencia crítica. Y por otra parte también hay que decir que la crisis siempre trae consigo confusión, que requiere atentos y efectivos tratamientos. La crisis actual es, en todas partes, un ejercicio proclive, como de seguro nunca antes en la contemporaneidad, a las perturbaciones y suspensiones del juicio. Se trata, en verdad, de una crisis de paradigmas, y eso nos pone a todos a pensar, queramos o no, lo cual acarrea inevitablemente incomodidades perturbadoras, en todo tiempo y lugar.
La crisis, aunque sea global, siempre encarna en realidades muy concretas. En El Salvador, donde siempre hemos vivido prácticamente en crisis, lo que ésta actual ha desnudado es la antigua y nunca atendida necesidad de pensarnos como unidad nacional y de repensarnos sucesivamente como destino nacional. Pensar y atender al pensamiento es nuestra principal tarea incumplida. Basta un ejemplo. Si allá en los años treinta del pasado siglo se hubieran tomado en serio las “pensadas” visionarias de don Alberto Masferrer, otros gallos muy distintos le habrían cantado al país durante los decenios subsiguientes, en las madrugadas y en los madrugones. Pero la ciega tozudez que se instaló en el país a raíz de los sucesos del 32 hizo que los radicalismos irredimibles se apoderaran, progresiva y diligentemente, del escenario nacional donde debió imperar el libre juego de las ideas y la convivencia equilibrada y funcional de los diversos intereses, y los resultados de esa ceguera los sentimos, los vimos y los padecimos hasta que la historia, hastiada de sí misma, dijo basta y nos impuso a todos la sabia racionalidad de la paz.
La crisis, que ha venido a sacudir nuestras puertas y ventanas, y, por ende, a conmover las estructuras de la democratización nacional en marcha, nos presenta, con elocuencia incontestable, su primera gran oportunidad: la oportunidad de pensar en serio nuestro propio ser en marcha. Y considerarlo así no es un juego retórico, sino una autoafirmación de fondo. Este “pensar en serio” no es un acto de índole intelectual, sino de contenido existencial. La crisis siempre crea una atmósfera, coincidente con la naturaleza de la crisis; y en este caso, al ser la crisis estructural y global, la oportunidad que genera tiene esas mismas características. Es decir, pensar tanto en lo que estructuralmente somos como en lo que debemos ser. A partir de ahí, se grafican las tareas: acuerdo nacional, agenda nacional, estrategia nacional. Nunca antes habíamos estado los salvadoreños tan poderosamente llevados por las circunstancias a encarar esos imperativos con tanta expectativa de satisfacerlos, pese a las dificultades que implica su progresivo logro.
La segunda gran oportunidad consiste en hacer, como país, ejercicio planificador de eso que tenemos por hacer y de los recursos de diversa índole que necesitamos, para ver de qué manera, también planificada, logramos irlos obteniendo y activando. Hasta la fecha, la brújula más socorrida para tomar las grandes decisiones nacionales ha sido el impulso interesado del momento. En otras palabras: nos hemos movido, en el plano de lo que el país requiere y de aquello de lo que puede disponer, al vaivén de las circunstancias; es decir, al vaivén de los intereses que mueven las circunstancias. En concreto: el movimiento nacional nunca ha sido autónomo, y ya es tiempo de que lo sea. Ahora, además, entrar en esa lógica ya no es opcional: pues o nos movemos como conglomerado que se anima a ser sujeto decisivo de su propia suerte o la adversidad seguirá haciendo de las suyas sin contrapesos previsibles, preordenables y suficientes para controlarla.
Uno de los ejemplos más patentes del sometimiento interesado a la improvisación es todo el tema del financiamiento público. La Constitución establece el procedimiento para endeudarse; pero en este caso —como en el de los vergonzosamente célebres “gastos reservados”— lo que ha imperado es un ejercicio de maniobras para salir por veredas. Fideicomisos, letes y más. Hay un compromiso gubernamental de ya no irse por ahí, pues además ya es insostenible hacerlo. Ojalá. Y las urgencias de financiamiento en tiempos de crisis, unidas a las urgencias de financiamiento en tiempos de “cambio”, podrían hacer que se tenga que avanzar por la ruta correcta: una política nacional de financiamiento.
Por lo que se ve en la experiencia cotidiana, cuyos dinamismos se estancan o se aceleran al vaivén de los efectos del fenómeno crítico y de las dificultades para salir de él, las oportunidades que se presentan vienen de la mano con las confusiones que el trastorno general provoca. Esas confusiones se infiltran por todas las rendijas del espectro nacional —y del espectro global, en su caso—, y hallan su arriate más apetecible en el invernadero de la política. No es casual que lo político se halle ahora mismo tan cargado de azoros y desconciertos. Pero ahí también hay oportunidades, que no había en tiempos de “normalidad”. La política nacional también se encuentra en una cruzadilla crítica, y de cómo logre cruzarla dependerá en gran medida la clarificación del rumbo nacional.
Oportunidades y confusiones. ¿No son éstas, acaso, presencias permanentes e inevitables en el ejercicio que llamamos vida? Lo son, sin duda. Y entonces, ¿qué hace la crisis de diferente? Las colorea con fosforescencias de alto voltaje. Por eso las crisis cumplen un papel dramáticamente dual: sacuden con riesgo de demolición a la vez que despiertan energías de reconstrucción. Que acabe imperando una o la otra en los hechos ya depende de cada individuo, de cada organización, de cada sociedad o de la comunidad humana en su conjunto. Y como esta crisis recién vivida y aún sufrida tiene proporciones sin precedentes, sobre todo en sus protagonismos y en su amplitud, tanto las oportunidades como las confusiones superan casi todos los moldes conocidos. Aunque para nosotros, los salvadoreños, que venimos de donde verdaderamente asustan, todo esto debería ser más llevadero.
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