Escrito por Geovani Galeas.08 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
El hombre en efecto no se parecía a Roque Dalton, al menos no a las fotografías del poeta. Pero sí era Roque Dalton. Una cirugía facial le había cambiado el aspecto. La historia era complicada y entre ron y ron le fue relatada a Carlos Rico a lo largo de toda una noche habanera en la casa de Omara Portuondo.
Resultaba que entre otras funciones en el frente cultural de la revolución cubana, Dalton fungía como un anfitrión para los intelectuales que visitaban la isla. En esa calidad le había tocado atender a un grupo de escritores latinoamericanos convocados para formar parte del jurado del Premio Casa de las Américas de 1970.
Allí estaba el nicaragüense Ernesto Cardenal, poeta y sacerdote. Dalton lo había movido por toda la isla mostrándole el lado amable de la revolución. Pero é quería conocer personalmente la situación de los grupos disidentes y marginados, conocidos en Cuba como “la gusanera”.
Eso era un asunto delicado y Dalton pidió indicaciones a Roberto Fernández Retamar, que era quien decidía en todo lo concerniente al frente cultural. Dalton lo consideraba su mejor amigo cubano, su hermano del alma. Pero a Retamar no le cayeron en gracia las exigencias de Cardenal (que por aquel tiempo aún no se había vinculado con los sandinistas), y más bien le parecieron sospechosas.
Sospechosas sobre todo porque (y eso no lo sabía Dalton, pero le fue informado en ese momento), Cardenal era portador de una petición del arzobispo de Managua, en el sentido de interceder a favor de un nicaragüense preso en Cuba bajo la acusación de ser agente de la CIA. De modo que lejos de acceder, Retamar le pidió a Dalton que tratara de ganarse la confianza del cura poeta y le sonsacara información sobre sus verdaderas intenciones.
El informe de Dalton, como ya había sucedido en otras ocasiones y respecto de otros intelectuales, sería debidamente procesado por la Seguridad del Estado. Dalton hizo su trabajo y redactó un informe en que básicamente decía lo siguiente: “una de tres, o Cardenal es un místico idealista, o es un político muy hábil y sutil que navega con bandera de bobo, o de plano es un agente de la CIA”.
Pero como el cura poeta siguiera insistiendo colocando a Dalton en una situación incómoda en el sentido de obligarlo a justificar las negativas de las autoridades revolucionarias, Dalton le dijo a Retamar, al parecer demasiado enfático, que finalmente si la revolución no tenía nada que esconder le parecía una tontería no dejar que Cardenal se reuniera con cuanto “gusano” se le antojara.
El problema fue que eso lo dijo ya con varios rones entre pecho y espalda. Retamar se irritó y respondió que Dalton no era nadie para indicar lo que tenía que hacerse y que en todo caso serían ellos, los cubanos, los que decidirían el asunto. Herido en su amor propio porque se sintió excluido como un simple extranjero, Dalton se encabritó y replicó que lo que sucedía es que Retamar no tenía los suficientes cojones para enfrentar los problemas.
Total que los dos se hicieron de palabras fuertes, se insultaron, y Dalton terminó diciendo que quizá Pablo Neruda había tenido razón cuando en una célebre carta abierta le había negado a Retamar el título de poeta, reduciéndolo a la condición de un simple sargento.
Ya borracho, según lo reconoció después en amarga autocrítica, Dalton terminó renunciando ahí mismo y a gritos a sus cargos oficiales, y mandando al carajo a todos los burócratas de la revolución.
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