Luis Armando González.08 de Junio. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR-El gobierno de la República ha hecho público su Plan Quinquenal de Desarrollo. Se trata de un documento sumamente completo sobre el cual habrá que volver una y otra vez no sólo por razones de análisis, sino para usarlo como referente de evaluación de lo que el gobierno haga (o deje de hacer) de aquí en adelante para cumplir con las metas que emanan del mismo.
Es decir, la ejecución del Plan Quinquenal, en lo que tiene de compromisos con transformaciones sustantivas en la realidad nacional, constituye un enorme desafío –de hecho, el principal desafío— para las autoridades de gobierno, que deberán ser conscientes de que su desempeño será juzgado a la luz de lo logros (o fracasos) obtenidos en la mencionada ejecución. No hay, pues, vuelta atrás: el Plan Quinquenal contiene los compromisos irrenunciables asumidos por el gobierno de Mauricio Funes con la sociedad salvadoreña.
Y el principal compromiso es, precisamente, sentar las bases para una transformación sustantiva de El Salvador, lo cual supone asegurar la continuidad de los esfuerzos transformadores que ahora se inician durante un periodo de tiempo lo suficientemente largo como para que esa transformación no se aborte. A este respecto en el texto del Plan Quinquenal, se puede leer lo siguiente:
“El Plan Quinquenal de Desarrollo se sustenta en una visión de país de mediano y largo plazo cuyo horizonte es el año 2024, es decir, un período de quince años que equivale a tres gestiones gubernamentales, incluida la actual. El gobierno de la república comparte el punto de vista del Consejo Económico y Social sobre la posibilidad de emprender, en dicho lapso, una transformación sustantiva de El Salvador, de manera que a finales del primer cuarto del siglo veintiuno esté en camino de convertirse en otro país, en uno mejor, con una economía pujante, integrada y diversificada, con una estructura social equitativa e inclusiva y con una democracia fortalecida y consolidada, en donde las mujeres y los hombres, sin distinción alguna, puedan desenvolverse como seres humanos en un ambiente de paz y prosperidad”.
Mejor formulado no puede estar. Y es que, efecto, de lo que se trata es de reconocer que cinco años son pocos para realizar cambios que alteren las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales. Cuando menos, estos cambios requieren –como se señala en el Plan Quinquenal— un periodo de quince años, o incluso más. En este sentido, además de reconocer la necesidad de la continuidad en el tiempo del esfuerzo transformador, es preciso hacer una traducción práctica de ese reconocimiento. Aquí, se hacen inevitables tres interrogantes:
Primero, ¿cuál es la instancia política (partido, movimiento, proyecto, liderazgo, o como se le quiera llamar) que, desde la perspectiva del actual gobierno, asegurará esa continuidad?
Segundo, ¿qué se está haciendo o se piensa hacer desde el actual gobierno para que la instancia que asegurará la continuidad transformadora se fortalezca desde ya, de forma que pueda perfilarse como una opción real de poder gubernamental no sólo en la siguiente elección presidencial (2014), sino en las elecciones legislativas y municipales de 2012.
Tercero, la instancia por la que ha apostado el gobierno –en el caso de existir en estos momentos tal instancia—, ¿tiene las credenciales y la credibilidad suficientes para asegurar la continuidad transformadora, una vez termine los cinco años de mandato del presidente Funes?
Son tres preguntas de rigor que deberían ser explicitadas cuanto antes, pues a partir de la respuesta que se dé a las mismas de podrá ponderar el alcance real de la visión de país en la que dice sustentarse el Plan Quinquenal.
Cualquiera podría decir que se trata de preguntas retóricas, ya que no hay dónde perderse con la instancia por la que ha apostado el gobierno, así como sobre lo que desde este último se está haciendo para potenciarla con miras a asegurar su irrupción como opción de poder en la siguiente elección presidencial.
No hay tal retórica: ni la apuesta del gobierno es evidente –lo cual da pie a las suposiciones infundadas y a los rumores— ni lo que se hace desde el gobierno permite vislumbrar con nitidez la potenciación de una instancia política particular. ¿Y no es así con el partido que lo llevó al poder? Precisamente, no es tan evidente que sea así con el partido que lo llevó al poder, el cual a los ojos de muchos y muchas debería ser la instancia que asegurara la continuidad transformadora en los dos mandatos presidenciales siguientes a la salida del presidente Funes.
Otra formulación afortunada apunta no al tema de la instancia que dará continuidad al esfuerzo transformador, sino a la premisa fundamental de la transformación que se tiene que impulsar en El Salvador. El documento lo dice de esta manera:
“La visión estratégica del Plan Quinquenal de Desarrollo descansa en la premisa siguiente: sin la construcción de un nuevo modelo económico y social y sin el funcionamiento pleno de la democracia es imposible avanzar hacia una sociedad próspera, libre, pacífica, justa y solidaria. Por ello este plan está estructurado alrededor de dos objetivos estratégicos: a) sentar las bases para instaurar un nuevo modelo de crecimiento y de desarrollo integral, que sea a la vez sustentable e inclusivo y b) profundizar y consolidar la democracia. Desde esta perspectiva, el aporte histórico que legará al país el Gobierno encabezado por el presidente Mauricio Funes es de carácter fundacional.
En el Plan de Nación, elaborado bajo la gestión de Armando Calderón Sol (1994-1999), la filosofía era distinta: partiendo del horizonte teórico de la modernización, de lo que se trataba era de cambiar lo cultural político para que, por añadidura, derivaran cambios económicos y sociales. Y no es que en el Plan de Nación no se reconociera lo estructural: “aunque la realidad por su propia naturaleza es compleja y sus componentes tienen expresiones muy variadas –se lee en ese documento—, siempre hay un nudo gordiano que determina el resto de la problemática. En El Salvador ese nudo gordiano es la pobreza estructural” (Bases para el Plan de Nación, 1998, p. 5).
Pero, dando marcha atrás en su diagnóstico, quienes redactaron esas bases escribieron poco más adelante lo siguiente: “hay que aclarar, sin embargo, que dicha pobreza, aunque se vuelve causa de otros múltiples efectos políticos, socioeconómicos y culturales, se asienta en una realidad aún más profunda: la marginación sociocultural” (Ibíd). En su momento, se hizo notar esa inconsistencia, por lo cual volver sobre la misma está de sobra.
Ahora –en el Plan Quinquenal—, se arranca de donde debe ser: del modelo económico y social, y no se busca algo más profundo de carácter sociocultural que lo explique ni que exija cambios previos a los económico estructurales. Y es que sin un modelo económico y social incluyente, sustentable y de desarrollo integral, las posibilidades cambio real en El Salvador –de un cambio que lleve a una sociedad más justa— se quedarán en mera promesa. Más aún, las posibilidades mismas de transitar hacia mayores niveles de democracia se verán truncadas si no se instaura un modelo económico y social inclusivo y solidario.
Qué duda cabe que un nuevo modelo económico y social no se establece en cinco años de gobierno. Se requiere un periodo de tiempo más prolongado. Se requiere el compromiso de otros gobiernos con el mismo propósito. De donde resulta que la gestión del presidente Funes si en verdad quiere ser fundacional debe comprometer parte de sus energías para la potenciación del relevo presidencial, lo cual no quiere decir que debe gobernar en función exclusiva de ese relevo. Y las interrogantes planteadas arriba vuelven a aparecer como una inquietud molesta pero inevitable.
Menos afortunada es la apelación a la unidad nacional que se hace en el documento y que reza del siguiente modo:
“El gobierno de la república está convencido de que la unidad nacional es el vehículo idóneo para progresar en la edificación de tales pilares, ya que por una parte permitirá movilizar los recursos internos y externos necesarios para financiar las políticas públicas que propiciarán las transformaciones y, por otra, posibilitará juntar y aprovechar todas las energías creadoras y transformadoras que El Salvador posee, y así encauzarlas hacia la superación de los enormes problemas y desafíos estructurales”.
No es que no sea deseable la unidad nacional. Pero es una aspiración se ha usado demasiadas veces para obviar los conflictos y las contradicciones en la sociedad. De hecho, la apelación a la unidad nacional fue usada una y otra vez por los gobiernos militares –que la retomaron del discurso nacionalista y antiimperialista de los populismos latinoamericanos de los años 40 y 50 del siglo XX— como un recurso que, por un lado, era usado para diluir retóricamente las conflictos sociales y políticos; y, por otro, para aplicar la fuerza represiva del Estado contra quienes eran declarados enemigos de la unidad nacional.
De clara inspiración populista desarrollista es tesis que asigna al Estado un rol central en la cohesión social y el desarrollo nacional. Esa y no otra es la matriz teórico política en la que se inserta la siguiente afirmación que se hace en el Plan Quinquenal:
“En esta visión estratégica el Estado tiene un rol fundamental que desempeñar, como elemento cohesionador de la sociedad, como promotor del desarrollo integral y como defensor y dinamizador de la democracia. Por estas razones, en el Plan Quinquenal de Desarrollo al Estado se le asigna un papel central, compatible con las atribuciones determinadas por la Constitución de la república”.
¿Un Estado por encima de los conflictos y contradicciones de la sociedad? ¿Un Estado administrado por un sector de la sociedad que expresa los intereses de todos y todas y que es capaz de asegurar la unidad nacional? Estas y otras interrogantes son ineludibles. No es que se desestime el papel del Estado en la configuración de la realidad social; pero hay otras fuerzas y actores, no estatales, que también la configuran y que se hacen sentir en la configuración del mismo Estado.
Como quiera que sea –y en definitiva— en nuestro país (o en cualquier otro) una unidad nacional real sólo puede construirse a partir de la superación de la grave contraposición existente entre la miseria de muchos y la riqueza abusiva de unos pocos. El papel del Estado es crucial para avanzar en la superación de esa contraposición de clases. Pero para ello quienes lo administran deben hacerse cargo de la misma, no pretendiendo estar por encima y al margen de los conflictos y las contradicciones de la sociedad, sino poniéndose del lado de sus víctimas.
Es decir, la unidad nacional a la que debe aspirarse –y que debe construirse— no es una que gire en torno a los intereses y privilegios de unos pocos, sino en torno a las necesidades y urgencias de quienes cargan sobre sus espaldas con el peso de la exclusión y la marginación. Es inevitable construir la unidad nacional a partir de una opción de clase, lo cual supone también tensiones y conflictos con quienes, como siempre ha sucedido en la historia salvadoreña, quieren una unidad nacional a su medida.
Una primera reflexión en torno al Plan Quinquenal de Desarrollo
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