Escrito por Carlos Mayora Re. 23 de Enero. Tomado de El Diario de Hoy.
Es difícil pedir perdón. Todos hemos tenido experiencia de ello. Si, además, se pide perdón por hechos de los cuales uno no es responsable, por situaciones pasadas que podrían despertar odios y revanchas al sacarlas a la superficie; entonces, pedir perdón no sólo es difícil, sino atrevido. Por eso debe hacerse con mucha prudencia.
Perdonar, se dice, es prerrogativa divina. Pedir perdón, ennoblece a quien lo hace, revela una postura que trata de conciliar antagonismos, y hace que quien lo pide se gane, al menos, un poco de respeto. El que solicita perdón espera que se le conceda, y entonces la iniciativa cambia de protagonista: no es lo mismo pedir perdón que ser perdonado, no es igual que a uno le pidan disculpas, a que se esté dispuesto a darlas.
Lo mejor es que, poniendo en juego todas las posibilidades, considerando todas las circunstancias, sopesando todo, la petición de perdón y el perdón se encuentren. Ese es el camino para dejar de ver el pasado y comenzar a vivir en función del futuro.
Perdonar es el modo de evitar el olvido sin más, la amnesia histórica. Perdonar es superar el riesgo de hurgar en viejas heridas y fomentar el revanchismo. Perdonar es la manera de hacer ver a las nuevas generaciones, que no fueron protagonistas pero sí herederas de las consecuencias de los agravios, que lo verdaderamente importante no es la venganza sino la nobleza de espíritu que comprende que el otro puede cambiar.
No se trata de exculpar, sino de perdonar. Asignar culpas sin más no garantiza la paz, ni la justicia, ni la verdad. El odio, como el amor, no son opciones racionales, pero quien odia o ama puede decidir libremente cómo actuar: se puede perdonar aunque se odie, como se puede decidir separarse de quien se ama aunque duela indeciblemente.
Peor aún que negarse a perdonar, es condicionar el propio perdón a la petición de disculpas de los demás: ese es camino que lleva a confrontaciones y revanchas sin cuento. En cierta manera, ya superados, pero no por eso desaparecidos.
Hay quien piensa: perdonar, sí, pero nunca olvidar, pues lo contrario sería injusto. Otros argumentan que de nada sirve perdonar agravios que ya han sido sujetos de amnistía; porque confunden justicia con venganza. Yo pienso que el que pide perdón sin tener obligación de hacerlo merece, al menos, atención; fijarse detenidamente qué dice y cómo lo dice, en qué foro solicita las disculpas y, una vez hecho el esfuerzo de ponerse en sus zapatos y pensar con su cabeza, considerar que lo mejor para el país no es enzarzarse en diatribas de forma, sino sopesar el fondo de la acción y sacar de ella lo mejor para todos.
Vale la pena considerar el fondo de lo que está sucediendo. Merece el esfuerzo quitarse por un momento las gafas ideológicas, los prejuicios partidistas e incluso los rencores justificados, y sopesar las consecuencias que el perdón trae en las sociedades en las que se instala por encima del revanchismo.
¿Queremos ser otro país vasco, otra Colombia, otra Caracas, o mejor queremos vernos en el espejo de Sudáfrica, Rwanda, o el Japón derrotado con dos bombas nucleares?
Podemos escoger. No vaya a ser que dentro de una o dos generaciones seamos nosotros los que tengamos que estar pidiendo perdón a nuestros hijos y nietos, por no haber estado a la altura de unas circunstancias históricas a las que sólo el tiempo dotará de su verdadero peso y dimensión. Pero que los espíritus grandes quizá puedan vislumbrar a pesar del ruido y de los sentimientos encontrados.
Es difícil pedir perdón. Todos hemos tenido experiencia de ello. Si, además, se pide perdón por hechos de los cuales uno no es responsable, por situaciones pasadas que podrían despertar odios y revanchas al sacarlas a la superficie; entonces, pedir perdón no sólo es difícil, sino atrevido. Por eso debe hacerse con mucha prudencia.
Perdonar, se dice, es prerrogativa divina. Pedir perdón, ennoblece a quien lo hace, revela una postura que trata de conciliar antagonismos, y hace que quien lo pide se gane, al menos, un poco de respeto. El que solicita perdón espera que se le conceda, y entonces la iniciativa cambia de protagonista: no es lo mismo pedir perdón que ser perdonado, no es igual que a uno le pidan disculpas, a que se esté dispuesto a darlas.
Lo mejor es que, poniendo en juego todas las posibilidades, considerando todas las circunstancias, sopesando todo, la petición de perdón y el perdón se encuentren. Ese es el camino para dejar de ver el pasado y comenzar a vivir en función del futuro.
Perdonar es el modo de evitar el olvido sin más, la amnesia histórica. Perdonar es superar el riesgo de hurgar en viejas heridas y fomentar el revanchismo. Perdonar es la manera de hacer ver a las nuevas generaciones, que no fueron protagonistas pero sí herederas de las consecuencias de los agravios, que lo verdaderamente importante no es la venganza sino la nobleza de espíritu que comprende que el otro puede cambiar.
No se trata de exculpar, sino de perdonar. Asignar culpas sin más no garantiza la paz, ni la justicia, ni la verdad. El odio, como el amor, no son opciones racionales, pero quien odia o ama puede decidir libremente cómo actuar: se puede perdonar aunque se odie, como se puede decidir separarse de quien se ama aunque duela indeciblemente.
Peor aún que negarse a perdonar, es condicionar el propio perdón a la petición de disculpas de los demás: ese es camino que lleva a confrontaciones y revanchas sin cuento. En cierta manera, ya superados, pero no por eso desaparecidos.
Hay quien piensa: perdonar, sí, pero nunca olvidar, pues lo contrario sería injusto. Otros argumentan que de nada sirve perdonar agravios que ya han sido sujetos de amnistía; porque confunden justicia con venganza. Yo pienso que el que pide perdón sin tener obligación de hacerlo merece, al menos, atención; fijarse detenidamente qué dice y cómo lo dice, en qué foro solicita las disculpas y, una vez hecho el esfuerzo de ponerse en sus zapatos y pensar con su cabeza, considerar que lo mejor para el país no es enzarzarse en diatribas de forma, sino sopesar el fondo de la acción y sacar de ella lo mejor para todos.
Vale la pena considerar el fondo de lo que está sucediendo. Merece el esfuerzo quitarse por un momento las gafas ideológicas, los prejuicios partidistas e incluso los rencores justificados, y sopesar las consecuencias que el perdón trae en las sociedades en las que se instala por encima del revanchismo.
¿Queremos ser otro país vasco, otra Colombia, otra Caracas, o mejor queremos vernos en el espejo de Sudáfrica, Rwanda, o el Japón derrotado con dos bombas nucleares?
Podemos escoger. No vaya a ser que dentro de una o dos generaciones seamos nosotros los que tengamos que estar pidiendo perdón a nuestros hijos y nietos, por no haber estado a la altura de unas circunstancias históricas a las que sólo el tiempo dotará de su verdadero peso y dimensión. Pero que los espíritus grandes quizá puedan vislumbrar a pesar del ruido y de los sentimientos encontrados.
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