Escrito por Carlos Molina Velásquez. 23 de Enero. Tomado de Contra Punto.
Si los derechos morales se basan en el valor intrínseco “de las personas” y no en la pertenencia a la humanidad, entonces deberíamos reconocer el valor intrínseco y los derechos morales de las “personas no humanas”.
SAN SALVADOR-Al leer el reportaje “Jóvenes de EcoVeg piden circos sin animales”, me vinieron a la cabeza sentimientos y emociones encontradas (Sí, a la cabeza, no al corazón). Antes que nada, quiero confesar la sorpresa que me provocó enterarme de la lucha de EcoVeg en contra de la utilización de animales en los circos. No pretendo descalificar la cruzada emprendida por estos jóvenes; al contrario, me gustaría hacer un humilde aporte a los problemas teóricos que, sin duda, subyacen a sus acciones.
En el texto se cita la “declaración universal de los derechos de los animales”, la cual ha sido “aprobada por la ONU y por la UNESCO”, y leemos expresiones propias del lenguaje de los derechos humanos, pero referidas a los animales: explotación animal, dignidad del animal, etc. ¿Es correcto que nos preguntemos si el tigre del circo puede ser explotado? ¿Tiene sentido decir que se violenta la dignidad de un elefante si es obligado a vivir encerrado en el zoológico?
Reconozcamos, de entrada, que estas expresiones provocan enormes resistencias en nuestro imaginario y en las creencias que sustentan dichos conceptos. Incluso hay personas que aman entrañablemente a sus mascotas, pero dudan que debamos aplicarles consideraciones especiales que involucren derechos. ¿A qué se debe esto? Pues a que no estamos acostumbrados a considerar a los animales como si fuesen miembros de nuestra familia moral. Incluso quienes los quieren, cuidan y no se refieren a ellos como “seres inferiores” tampoco acostumbran considerarlos como sujetos morales (o al menos no lo reconocen explícitamente).
Biólogos como Richard Dawkins y filósofos como Tom Regan y Peter Singer han llamado a esta postura “especismo” (o “especeísmo”), señalando que la costumbre de ubicar a los animales no humanos fuera de la comunidad moral es arbitraria. Regan incluso va más allá, señalando que los animales tienen un “valor intrínseco”, es decir, uno que no se identifica con el valor que podrían tener “para nosotros” (como la satisfacción del dueño con su perro o el buen sabor del filete que ponen en mi plato). Para Regan, el reconocimiento de dichos valores intrínsecos debería ser razón suficiente para aceptar que los animales tienen derechos morales.
La lógica de esta argumentación es, a primera vista, sencilla: si los derechos morales se basan en el valor intrínseco “de las personas” y no en la pertenencia a la humanidad, entonces deberíamos reconocer el valor intrínseco y los derechos morales de las “personas no humanas”. Los “grandes simios” y otros mamíferos que poseen características para las que usamos el término “persona” —lenguaje, conciencia de sí y de su propia persistencia en el tiempo, entre otras— sólo podrían ser excluidos de los derechos mediante el argumento de que “no son animales humanos”, lo cual sería una arbitrariedad (y una contradicción con la lógica de nuestra argumentación). ¿A qué se debe que tengamos que trazar “esa línea”? O en el lenguaje de muchos de estos filósofos, ¿por qué importa moralmente la especie a la que uno pertenece?
No será difícil encontrar alguien a quien las líneas anteriores le resulten particularmente chocantes, aunque es posible que a otros les parezcan muy sugerentes. No obstante, y a pesar de lo emocionante que podría resultar seguir discurriendo por este camino, me limitaré a seguir con el objetivo que me propuse para esta columna: plantear someramente un par de posturas del movimiento animalista.
Para muchos filósofos utilitaristas, la razón por la que debíamos proceder con los animales teniendo consideraciones especiales —renunciando a su maltrato, explotación e, incluso, a su consumo como alimento— no apela a ningún derecho natural o valor intrínseco, sino a que son seres sensibles y capaces de sufrir: “La cuestión no es ¿puede razonar?, ¿puede hablar?, sino ¿puede sufrir?” (Jeremy Bentham). En la actualidad, el filósofo australiano Peter Singer es uno de los más conocidos representantes de esta teoría ética. Singer escribió, además, el libro “Liberación animal” (1975), considerado como “la Biblia de los animalistas”.
Al inicio del reportaje sobre los jóvenes de EcoVeg leemos que los animales son “seres que además de vivientes son sensibles”. El utilitarismo se ha modificado bastante desde Bentham y por eso ahora no se habla únicamente de la capacidad de sentir, sufrir y gozar, sino que se pone el énfasis, más bien, en la consideración y fomento de los intereses de los animales, tanto de los que pertenecemos a la humanidad como de los que no. Hay que agregar que, a pesar de que la noción de “valor intrínseco” y “derechos morales” no genere mucha simpatía entre quienes defienden el cálculo y la maximización de la utilidad, muchos utilitaristas, como el mismo Singer, se han movilizado para el reconocimiento de los derechos legales de animales no humanos, dada la enorme fuerza persuasiva que tienen estos derechos en nuestras sociedades contemporáneas.
Ahora bien, ¿qué pretendo con esta sucinta exposición de las ideas apuntadas? Tanto en el caso de que nos despierten simpatías o que queramos objetarlas, merecen una seria discusión teórica de sus argumentos centrales y no un rechazo que eluda el debate y se vaya por las ramas. Decir, por ejemplo, que la lucha de los animalistas es incorrecta porque sus energías y recursos podrían enfocarse mejor en la defensa de mujeres maltratadas o de los niños de la calle, es un argumento que falla en al menos dos aspectos. En primer lugar, no hay que confundir el problema de lo que es correcto o bueno (o lo que es incorrecto o malo) con el de los recursos de los que podemos disponer para actuar en consistencia. Y, en segunda instancia, muchos animalistas sostienen que las sociedades contemporáneas poseen en la actualidad suficientes recursos que podrían destinarse para resolver los problemas más graves de los humanos, así como los de los animales no humanos. No se trata de actividades necesariamente excluyentes, así como tampoco deberían serlo la protección de la salud de los ciudadanos estadounidenses y la salud de los inmigrantes ilegales (incluso si los conservadores recurren al argumento de la escasez de recursos o a razones legales).
Para oponerse a las reivindicaciones de los animalistas, otras personas utilizan un argumento “genético” o “naturalista”: “así es el mundo”, dicen. No podría ocurrírseme una razón más débil. El dudoso abolengo de esta apelación al “ser del mundo” incluye los argumentos de los esclavistas del siglo XVIII, las justificaciones nazis y las de los empresarios inescrupulosos cuyos productos se maquilan bajo un régimen de explotación. ¡Así es el mundo: “Business is business”! Lo mismo podría aplicarse a quien repite que los animales de los circos “nacen en cautiverio” y, por lo tanto, lo mejor que les puede pasar es vivir en una jaula. ¡También los hijos de los esclavos negros de Alabama nacían en cautiverio o qué piensan estos genios de la lógica!
Otro argumento semejante es el “cultural”, como el que usan muchos españoles amantes de la corrida de toros. Si sospechamos que torturar a un toro hasta morir es un acto humano bestial (e incorrecto, por supuesto), no veo cómo podría justificarse o tolerarse diciendo que es un “tesoro de nuestra cultura”, como les gusta repetir a muchos súbditos del Borbón. Es imposible comprender culturalmente a Europa sin los pogromos y demás atrocidades cometidas contra los judíos, pero eso no es razón para justificar la barbarie de Auschwitz. En cualquier caso, una práctica que involucra el sufrimiento y la muerte deberá justificarse con argumentos racionales y no con apelaciones del tipo “es que así lo vemos nosotros, allá tú si no te gusta”.
Tengo mis dudas acerca de si es buena idea apelar al corazón de la gente, sobre todo cuando algunos son auténticos pozos de negrura y obstinado desprecio de la discusión racional. Por eso me parece muy atinado que la apelación a los sentimientos y las emociones (que, como dije al inicio, están en la cabeza) vaya acompañada de una invitación a la discusión racional, mediante escritos, presentaciones artísticas, debates públicos, imágenes, y todo recurso que funcione como mecanismo de reflexión crítica, persuasión razonable y disuasión responsable.
Y, si me lo permiten, me gustaría compartir una frase de Jesús Mosterín, filósofo y animalista español, la cual podría ser de utilidad cuando alguien les grite “¡no sean animales!”: “Me preocupan los animales, porque me preocupo por mí”.
¿Forman parte de nuestra comunidad moral los animales no humanos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.