Si la legalidad no funciona, todos los males prosperan; si funciona como debe ser, los males llegan, pero hay reservas de contención que impiden que ingresen o que se propaguen.
Escrito por David Escobar Galindo.05 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
En el siglo VI antes de Cristo, uno de los primeros filósofos griegos, el enigmático Heráclito de Éfeso, dijo en uno de sus fragmentos sobrevivientes: “Es necesario que el pueblo luche por la ley como si se tratara de la muralla de una ciudad”. Es decir, la legalidad establecida es tan vital como la seguridad protectora. Es, en realidad, la forma básica de dicha seguridad. Y esto lo decía Heráclito en una época en que el principio de legalidad apenas empezaba a considerarse fundamental para el buen destino y el efectivo sostén de la sociedad políticamente organizada.
Aquellas palabras de “nuestro amigo Heráclito”, como nos dijera el doctor Hugo Lindo aquella tarde de febrero, en el Auditorio de la Facultad de Derecho, al grupo de adolescentes expectantes que estábamos en el curso introductorio de ingreso a la carrera; aquellas palabras, digo, son, más de 25 siglos después, tan válidas y vigentes como entonces, aunque desde luego las murallas sean hoy distintas, sin haber dejado de ser murallas, y de seguro mayores. Es que la ley constituye mucho más que una operación legislativa y un tratamiento administrativo: es la expresión viva de la necesidad de ordenamiento racional que tiene toda sociedad para sentirse y para funcionar como tal. Y ya sabemos —por experiencia histórica reiterada en todo tiempo y lugar— que el “ordenamiento racional” es el desafío que más resistencias y conjuras atrae.
Tendríamos que preguntarnos, entonces, bien instalados en el presente que nos toca vivir y construir: ¿Qué significa, en el momento actual y en las circunstancias que imperan, esa “lucha por la ley” a la que se refería el filósofo presocrático? En primer término, se trata de organizar la vigilancia ciudadana para que los poderes establecidos no sigan prevaleciendo en el siempre renovado empeño de monopolizar el imperio de la legalidad, para ponerlo a su servicio. Esta es tarea que hay que hacer no sólo en países como los nuestros, en los que la ley ha venido siendo más bien letra muerta, sino también en aquéllos en los que la ley ha pasado a ser letra viva, porque la imaginación absorbente del poder nunca descansa, sea que resulte fácil o difícil salirse con la suya, como vemos en todas partes con ejemplos irrebatibles. Citemos sólo un ejemplo de alto dramatismo: ¿Cree alguno de ustedes que alguna vez se sabrá de veras quién mató a Kennedy? Y esto para que no se diga que sólo en nuestras rústicas comarcas florece a sus anchas la más descarada y descarnada impunidad.
La legalidad no es un elemento que opere bajo la forma de una especie de armadura puesta sobre la realidad, según se tiende a creer con frecuencia. No es ni una camisa de fuerza, como casi siempre la consideran los poderes establecidos, ni una gasa volátil como muchos ciudadanos han llegado a imaginar. La legalidad es el sistema inmunológico del cuerpo social en su conjunto. Si la legalidad no funciona, todos los males prosperan; si funciona como debe ser, los males llegan, pero hay reservas de contención que impiden que ingresen o que se propaguen. En otras palabras, si la legalidad cumple con su rol orgánico, el organismo social tiene un seguro de salud instalado en sus propias estructuras.
Por desafortunada tradición, en nuestro país la legalidad ha venido flotando en una especie de éter ficticio, y por ende la ley es poco menos que una presencia fantasmal. La misma Constitución, con todo su aparato de solemnidad imperativa, parece condenada a vivir en prisión domiciliaria, es decir, atrapada dentro de su vigencia como en una celda de disimulos consentidos. Nada de esto es natural, pero llegó a ser tenido como tal a lo largo de aquella dilatada época en que las distorsiones en el ejercicio del poder fueron levantando un contrapaís cada vez más enemigo del verdadero país. Esa permanente crisis de legalidad fue producto de la inexistencia de una real cultura democrática. Ha sido hasta que la democracia empezó a desplegarse en el ambiente que la legalidad se ha comenzado a hacer visible como factor de inexcusable vigencia para asegurar la pacífica convivencia y el saludable desenvolvimiento de la actividad general.
En esto también estamos, pues, en período transicional. Vamos haciendo, entre otras, la transición de un estado de arbitrariedad a un Estado de Derecho. El fenómeno, entonces, va más allá del mecánico cumplimiento de las leyes: es la construcción progresiva de la conciencia de legalidad, que se manifiesta en la práctica de legalidad, siendo ambas indispensables para que el régimen de libertad se consolide y se desarrolle.
¿Qué se requiere, entonces, para que la conciencia de legalidad y la práctica de la misma sean fenómenos reales y verificables en una sociedad como la nuestra? Tres cosas básicas: liderazgos comprometidos y honrados, institucionalidad que responda a su auténtica función y despliegue creciente de la voluntad ciudadana. ¿Hemos tenido liderazgos inequívocamente comprometidos y honrados? No. ¿La institucionalidad ha respondido a su función auténtica? No. ¿La voluntad ciudadana se ha desarrollado lo suficiente? No. Se requiere, pues, una energía de vanguardia, que se oriente de veras hacia lo que debe ser un pleno Estado de Derecho. Y la vanguardia conductora de esta forma de transición debe ser asumida en forma conjunta por la institucionalidad y por la sociedad. Aquélla, con la punta de lanza del ejemplo; ésta, con la disposición a dar respaldo permanente al imperio efectivo de la ley.
Heráclito, desde su mirador en Éfeso, nos observa acomodado para siempre en la remota antigüedad; y ahora, en esta posmodernidad que tiene tantos agujeros como la realidad de siempre, el reto de construir la vida armoniosamente con estancias racionales habitables sigue vigente. Afortunadamente, como también dijo Heráclito, “la armonía invisible es mayor que la armonía visible”.
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