Hay un curioso fenómeno, que, en distintos grados y expresiones, tiende a producirse en todas partes: los representantes políticos parece que, en cuanto reciben su mandato popular, se olvidan olímpicamente de que lo que tienen es un mandato por obedecer y cumplir, no una credencial para hacer lo que quieran.
Escrito por Editorial.16 de Junio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Las ansiedades y convulsiones que se viven en la política del país desde hace bastante tiempo, con las respectivas modalidades y matices según los momentos y circunstancias, han venido alterando temperamentos, caldeando ánimos, desbordando fantasías, soltando fantasmas y generando fricciones que a cada rato y muy fácilmente se salen de cauce. La campaña presidencial pasada fue un ejemplo de esos desbordes, y, en lo que a la ciudadanía se refiere, hay una actitud que los políticos de las diversas opciones ideológicas deberían tomar muy en cuenta: se fue alejando cada vez más de la retórica truculenta imperante en la política para enfocar más los movimientos propios del dinamismo que caracteriza al proceso nacional.
El mencionado descontrol es inmediatamente atentatorio contra lo más elemental de las relaciones interpersonales, sea cual fuere el ámbito en que éstas se den; y eso tan elemental es el respeto. En el mundillo de la política, tan contaminado de ansiedades y de perversiones, hay casi a diario muestras de irrespeto, no sólo entre personas sino dentro de instituciones y entre instituciones.
Las diferencias y aun las pugnas son normales dentro de la vida política partidaria, pues cada quién busca sacar partido de cara a la competencia en las urnas, dentro de un calendario cuyas fechas están siempre muy vecinas; pero la lucha democrática tiene también sus límites, y uno de ellos, de seguro el infranqueable por estrictas razones morales, es el que establece la línea entre el respeto y el irrespeto. Cuando los políticos se irrespetan entre sí, lo que hacen es irrespetar el mandato ciudadano, que es al que más se deben.
Hacia una práctica ejemplarizante
Hay un curioso fenómeno, que, en distintos grados y expresiones, tiende a producirse en todas partes: los representantes políticos parece que, en cuanto reciben su mandato popular, se olvidan olímpicamente de que lo que tienen es un mandato por obedecer y cumplir, no una credencial para hacer lo que quieran. Es aquí donde debería operar como factor preventivo y aun correctivo el sano autocontrol personal; pero casi sin excepción se da el caso de que los efluvios perturbadores del poder generan una especie de embriaguez que no potencia lo bueno de lo personalidad, sino lo malo.
En todos los órdenes del ejercicio público tendría que darse una práctica ejemplarizante. ¿Con qué fuerza moral pueden las autoridades y los funcionarios exigir comportamientos correctos y apegados estrictamente a la legalidad si ellos mismos no dan los debidos ejemplos? Exigir aquello que el que exige no se digna hacer es otra forma del irrespeto. En todos los campos de la actividad nacional habría que instalar la escuela del buen ejemplo, como factor normalizador de la dinámica democrática que vamos siguiendo.
Lo que más se nota, por el momento, es el despliegue constante de los ánimos crispados, y no por los problemas en sí, sino por las resistencias a tratar adecuadamente dichos problemas. Y si en los altos niveles se hace sentir tal descontrol anímico, ¿qué se puede esperar en otros niveles, tanto de la institucionalidad como de la realidad? En esas condiciones, los problemas, lejos de encauzarse hacia sus soluciones, más se enredan.
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