Carlos Molina Velásquez.04 de Junio. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR-Sobre el cobarde ataque israelí a la flotilla que llevaba ayuda humanitaria a los habitantes de la Franja de Gaza, algunos se preguntaban (imagino que en serio) si estas acciones corresponden a un pueblo que se considera a sí mismo como el elegido por Dios. Hay que decir con claridad que una cosa es el “Pueblo de Dios” y otra muy distinta el Estado que lleva el nombre del patriarca. Con menos de cien años, el moderno Estado de Israel es parte de un proyecto histórico reclamado por judíos de diversas partes del mundo y apoyado por las potencias occidentales, después de la Segunda Guerra Mundial. Un elemento importante de esta “construcción nacional” es el sionismo: la pretensión de que la actual Palestina es la “añorada Sión”, tierra de los elegidos del Dios de la Biblia.
Digámoslo con claridad: el actual Estado sólo tiene del Israel bíblico el nombre. Punto. Y así lo reconocen millones de judíos que rechazan de plano el sionismo y sus barbaridades. La mayor de todas es haber convertido en refugiados a cientos de miles de personas que llevaban generaciones enteras viviendo en Palestina, lanzándoles al rostro el argumento de que esa tierra pertenece “a los judíos”.
Nadie puede negar el legítimo derecho de un pueblo a tener una tierra y eso aplica tanto a los judíos como al Pueblo Palestino. Si bien el antisemitismo —desprecio, discriminación y crímenes de odio contra las judíos— debía desaparecer y se tenía que conjurar un nuevo Holocausto, el problema es que no fueron los arrepentidos alemanes quienes gentilmente cedieron un pedazo de Baviera, sino que las potencias europeas tomaron la pérfida —y posiblemente racista— decisión de darle a los judíos un territorio que estaba ocupado por personas que de inmediato pasaron a conformar un “pueblo de desplazados”.
No hay que ser sionista para oponerse al antisemitismo. Tampoco la lucha contra el Estado sionista debe emplear argumentos sobre alguna supuesta “malignidad esencial” de los judíos o ideas semejantes. La política del Estado de Israel es genocida, criminal y viola los Derechos Humanos, especialmente los derechos del Pueblo Palestino, pero eso no es consecuencia fatal de que sus miembros sean judíos, se crean judíos o practiquen la religión judía.
Esta distinción la tienen bien clara los judíos de todo el mundo que, sin renunciar a su identidad étnica o religiosa, protestan y luchan en contra de los fascistas que dirigen ese Estado Paria. Quizás esta última palabra les parezca dura, pero no se me ocurre un calificativo mejor para un gobierno que desoye los llamados de la comunidad internacional, asesina con lujo de barbarie —y con la impunidad que le otorga el paraguas estadounidense—, y encima tiene el descaro de justificar sus crímenes con toda clase de alusiones a esa ficción histórica y literaria que llaman “Tierra Santa”.
Como inicié esta columna diciendo que debemos diferenciar ente el “Pueblo de Dios” y el Estado de Israel podría parecer raro que ahora señale lo contrario, es decir, que sí hay una conexión perversa entre ambos conceptos. Pero así es. Dicha conexión garantiza precisamente el manejo ideológico del significado de ese país para millones de personas en el mundo, judías y no judías. ¿De qué otra manera se explica el apoyo de los cristianos fundamentalistas a un Estado gobernado por el chovinismo más reaccionario que cabe imaginar?
En El Salvador, hay una congregación de bautistas que incluye en su nombre la expresión “amigos de Israel”, Incluso viendo los calendarios que regalan a su membresía constatamos que efectivamente se refieren al Estado de Israel. En uno de ellos, la fotografía principal es un primer plano de tres aviones caza israelíes sobre el desierto de Néguev. ¿Cómo les explicas a los miembros del Tabernáculo Bautista que aquella imagen es “evangélica”? Pues les dices que la actual nación israelita “es el Pueblo Elegido”, que Dios al fin llevó a su pueblo a la tierra prometida, “para que se cumplieran las escrituras”, y añades de paso que “el fin está cerca”. Con esto no sólo obtienes apoyo para los criminales del Mosad, sino que verás ante tus puertas a grupos de sionistas y cristianos bien dispuestos a prender la mecha del Armagedón.
¿Será esto una razón suficiente para apoyar y justificar las acciones sangrientas y los desmanes israelíes contra palestinos, libaneses, sirios, egipcios, turcos, cascos azules, e incluso contra sus mismos ciudadanos? Está claro que para estas personas sí lo es. Ser el pueblo elegido te autoriza a desmembrar, acuchillar, disparar, bombardear, aplastar con bulldozers, en fin, emplear una brutalidad infinita “en nombre de Dios”. ¡Licencia para matar! Y lo más preocupante es que la podemos justificar recurriendo a la Biblia, el Corán o el Bhagavad Gita. E incluso enarbolando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como bien lo han demostrado Clinton (Bill), Obama y la OTAN.
Israel significa precisamente “[el que ha] luchado con Dios y con los hombres, y ha vencido” (Gn 32, 28). Es evidente que el sentido de estas palabras sólo puede convertirse en excusa para el genocidio luego de una taimada manipulación. Las religiones no tienen por qué ser siempre el inicio de una masacre, pero es fácil resbalar hacia una religiosidad fanática y genocida. Quizás la mejor vacuna sea estudiar, informarse y conocer bien las propias fuentes de nuestras creencias (religiosas o no). No vaya a ser que terminemos usándolas para justificar atrocidades.
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