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2010/01/23

LPG-Mal de muchos

Escrito por Alfredo Espino Arrieta.23 de Enero. Tomado de La Prensa Grafica.

Nada más omnipresente que el dolor. Todo cuanto vive, sufre. Acaso el dolor (o la misma vida) esté también en todo aquello que no consideramos vivo. Todo pensador de alguna importancia se ha detenido en esta realidad. Muchos propusieron soluciones. Pero el dolor sigue ahí. Aquí. Salvo aquellos que lo practican por deporte (o los que gozan los tormentos de Cupido) el resto lo evadimos de la manera que podemos. Realidad, misterio, estigma o bendición: punto obligado de todas las religiones. La psiquiatría, la psicología, buscan mitigarlo o, al menos, darle sentido. Es materia prima del arte más exquisito, de la mejor literatura. Como el amor, es la otra veta roja que surca nuestros quehaceres. Nos acerca a nuestro prójimo, tanto o más que la alegría.

Confieso no tener madera alguna de estoico y como, para colmo, hasta mi umbral del dolor es ridículamente bajo, lo que para mi mujer es un dolor que pasa casi inadvertido, para mí puede ser motivo de parálisis, cama (o sofá) y, desde luego, una buena dosis de analgésicos.

No soy vegetariano, y a veces me pregunto por esa pobre vaca –o el pollo– que donó su carne para mi almuerzo aunque, para ser honestos, procuro no hacerlo. Recuerdo al Lorca del Poeta en Nueva York, prestándole su voz a todos los animalitos que se matan diariamente, para ser devorados. Leo y veo las noticias de cada día; que no me digan que el dolor no es materia prima de buena parte del entretenimiento y el periodismo. Y está bien que mi dentista me pregunte cuánto duele, del uno al diez, pero que no me vengan con cero punto cinco de supuestas disminuciones del sufrimiento.

Ante el dolor, parece que podemos reaccionar de dos maneras. Una, evadirlo. La otra, recibirlo con mayor o menor recelo, quizás dejándonos invadir y hasta rendirnos. La primera nos aísla, nos priva de posibilidades y, en un extremo evasionista, nos puede paradójicamente llevar a más dolor. La segunda, entre otras cosas, nos abre a lo inesperado: esta vida.

Es cierto, gran parte del dolor viene de adentro. Algunos de sus nombres son: miedo, culpa, envidia, celos, melancolía, vergüenza, frustración, confusión, desesperación. La mera actividad mental, como señala el budismo, es fuente de sufrimiento, el incesante proyectar, comparar, evaluar, suponer, querer saber con certeza y no poder, decir “yo” y “no-yo”.

Se dice que el dolor es lo que nos vuelve plenamente humanos. Forja el carácter y también puede volvernos compasivos, nos podemos poner en los zapatos de ese otro. Y esto tiene expresión a todo nivel, dándonos la posibilidad de que incluso nuestras instituciones se vuelvan más humanas. El dolor nos vuelve más reflexivos, dando más hondura a lo que podría quedarse en una espiritualidad desvinculada y ascendente. Al volvernos más vulnerables al mundo, más perceptivos, nos damos cuenta de los mundos que corren paralelos a este nuestro, con los cuales no tenemos sino encuentros tangenciales. Hablo del mundo de los hospitales, de los accidentes y las enfermedades crónicas y terminales. Hablo del mundo de las cárceles, adonde nunca vamos a menos que nos lleven como inquilinos. Hablo del mundo de los alcohólicos y los adictos, almas en pena, y de los que cada familia tiene uno, por lo menos. Hablo del mundo de los desposeídos. No nos creamos tan aparte como para nunca poder ser parte. Añada usted más mundos.

Dicen que mal de muchos, consuelo de tontos. No lo creo así, necesariamente. Porque cuando vemos que también otros sufren como todos lo hacemos, pronto sentimos un extraño consuelo. A menos que, en consecuencia, todos seamos unos tontos.

Mal de muchos

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