Carlos Mayora Re.14 de Mayo. Tomado de El Diario de Hoy.
Estábamos acostumbrados a relacionar el consumo de drogas con grupos marginados socialmente, con adolescentes o con adultos inmaduros. Sabíamos que los estupefacientes y otros productos adictivos eran un vehículo para escapar de una realidad incómoda, para alienarse del presente o para potenciar los sentidos y lograr mayor placer.
Sin embargo, las cosas están cambiando. Parece ser que cada vez más personas consumen drogas, y específicamente cocaína o su hermano barato el crack, no para escapar de una realidad insoportable, sino para crear una situación a su medida.
Es una forma distinta de vivir la propia existencia como respuesta al malestar de no "estar a la altura". Requieren estimulantes para llenar su necesidad de ser aceptados en una sociedad cuyas exigencias de éxito, de físico, de triunfo económico, de trabajo, etc., son tan demandantes que prácticamente son inalcanzables.
Para ser "alguien" en la vida, parece que ahora se precisa ser más que los otros, más que uno mismo, se necesita ser perfecto. Y eso, ya se sabe (pero se olvida demasiado frecuentemente) es imposible. Hay muchos y muchas que no son conscientes de ello, y están convencidos de que cualquier cosa menos que la perfección es fracasar.
Es un nuevo malestar. No se trata de haber perdido algo que se tenía, sino de no haber llegado a lo que se pensaba que los demás esperaban de uno (y que forzosamente se convirtió en la expectativa personal); como si se tratara de un tipo de anorexia cuya principal consecuencia, invisible pero letal, es el adelgazamiento del alma hasta la muerte espiritual.
Esa situación tiene muchas raíces, cuyo análisis claramente excede el formato de este espacio. Sin embargo, tengo para mí que la principal es esta: la consideración de que la vida es la consecuencia final de un proceso y no su presupuesto, y por ello el convencimiento de que alcanzar la felicidad equivale, exclusivamente, a culminar objetivos.
Entonces la disyuntiva es implacable, y cruel: o se triunfa o uno se convierte irremediablemente en un fracasado. Sin segundas oportunidades, sin posibilidad de arrepentimiento, ni de escarmiento, ni de perdón de nadie.
El problema es complejo, pero no su etiología: procede de una tremenda confusión, viene de estar convencido de que lo que uno es resulta de lo que hace o ha hecho en la vida; cuando lo sano, lo más real, es que las acciones y los logros son una consecuencia de lo que se es, y no al revés.
Como se está sumamente ocupado y preocupado en actuar, en triunfar, en alcanzar una felicidad elusiva, la existencia se consume en el vano intento de ser "uno mismo", cuando ese "uno mismo" no es más que una imagen inflada de las expectativas sociales al uso en los medios de comunicación, o del círculo laboral, o de la esposa/marido…
Se llega entonces a vivir una vida desprovista de significado, cuya principal motivación es estar a la altura, cuya "normalidad" es imposible de alcanzar sin la presencia de catalizadores químicos. Entonces ya no se consumen estupefacientes para escapar de una realidad incómoda, sino para crear un entorno en el que la persona se siente valiosa.
Es la carreta delante de los bueyes: la hipertrofia de las metas, la inflación de un yo huero y leve, insustancial.
Los bueyes delante de la carreta, el orden de las cosas, debería ser la correcta comprensión de la propia realidad, advertir nuestro ser imperfecto pero perfectible, aprender a administrar los éxitos y los fracasos, haber encontrado un parámetro sensato para medir nuestro valor. Incluir en el caleidoscopio de nuestro yo los defectos y fragilidades, como ingredientes imprescindibles de la normalidad de cualquier ser humano.
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