Oscar A. Fernández O.11 de Junio. Tomado de Diario Co Latino.
Las relaciones entre el militarismo, la guerra y el capitalismo se vuelven a poner de actualidad en este comienzo del siglo XXI. La «guerra sin límites», el nuevo programa político lanzado por la Administración Bush, continuada con pocas diferencias por la Administración Obama (especialmente desde el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA, hoy liderados por la derecha del Partido Demócrata, los neocons) marca un cambio de escala en el militarismo del capitalismo americano: hoy más que nunca, mundialización del capital y militarismo aparecen como dos rasgos característicos de la dominación imperialista.
No olvidemos que ya Rosa Luxemburgo nos advertía que «el militarismo tiene una función determinada en la historia del capital. Acompaña a todas las fases históricas de la acumulación».
Se trata de llevar a cabo guerras contra las poblaciones de las inmensas aglomeraciones excluidas de nuestros países, llamadas hoy “clases peligrosas”, con lo cual se criminaliza la exclusión y la pobreza.
En ocho meses de poder, Barack Obama pudo cautivar con carisma y fácil sonrisa a la opinión pública mundial que lo percibió como un líder capaz de dar un respiro de paz al planeta envuelto en la violencia y la inseguridad económica. Pero pocos percibieron que sus gestos, retórica y promesas de cambio eran parte de su estilo personal, pulido por los mejores especialistas de mercadotecnia para dar una nueva imagen a los viejos intereses expansionistas norteamericanos.
En América Latina ya no puede ocultar la creciente sombra militar norteamericana que se expande sobre el continente. Obama sigue la vieja consigna de Richard Nixon quien declaró en 1971 al Consejo Nacional de Seguridad, que si Estados Unidos no podía controlar a América Latina tampoco podría imponer su autoridad al mundo. Derrocó entonces al gobierno de Allende haciendo caer su economía. Los tiempos cambian y siguen las mañosas estrategias del dominio. Barack Obama y su Departamento de Estado siguió el mismo “juego de inocentes” en Honduras e hizo como si no pudo restituir inmediatamente al legítimo presidente Manuel Zelaya en el poder.
Frente al avance de los proyectos democráticos revolucionarios e independientes en Venezuela, Bolivia y Ecuador, el retorno del sandinismo al poder en Nicaragua y el ascenso a primera fuerza política de la izquierda revolucionaria en El Salvador, empezó una nueva ola expansionista y de modernización de sus bases militares.
La presencia militar norteamericana en América Latina y en todo el mundo, supera con creces el número de sus diplomáticos y hombres de negocios. Sus 14 conocidas bases militares en el continente y una docena de bases encubiertas, se están ampliando a 21 por la decisión no tan sonriente de Obama. Esto, después de firmar un tratado secreto con Colombia, y no se sabe cuántas nuevas bases clandestinas se creerán en los Andes y la Amazonía cuya abundante riqueza natural necesita Estados Unidos para sobrevivir en el Siglo XXI.
Volvemos sin duda a las estrategias desarrolladas en la Doctrina Monroe y Adams, en 1823: “América para los americanos” (del norte) En creciente proceso expansivo, la frase que sintetiza la Doctrina Monroe, retoma su sentido conquistador refundando el área de influencia colonial contemporáneo. Lo que Theodore Roosevelt, en 1904, firmó como Doctrina del Destino Manifiesto (sólo comparada con la doctrina Lebensraum impulsada por Hitler), que en la práctica es una carta blanca para la expropiación continental, se consagró décadas después en el Consenso de Washington. (Cerfati, Claude. Militarismo e Imperialismo)
La instauración del neoliberalismo en América Latina fue la puerta de entrada que permitió, por medio de privatizaciones, reformas fiscales y desregulación, la dominación de sus economías débiles y la imposición de abultadas deudas externas hacia una balanza comercial favorable a las grandes multinacionales.
Los Estados nacionales se volvieron prescindibles y pasaron a ser desmontados. Las riquezas incalculables de petróleo, gas, minerales y biodiversidad hacen de este “patio trasero” un seductor atractivo. El 80 % de la energía de los países industrializados se basa en el petróleo, bien no renovable con una demanda cada vez mayor, donde el 11% de las reservas se localizan en Latinoamérica. Casi el 6% de las fuentes de gas natural, carbón y más del 20% de los recursos hidro-energéticos se encuentran en esta zona.
En el caso salvadoreño, las tesis de “guerra contra el crimen” se repiten constantemente, a tal grado que se está llegando a sustituir la institucionalidad de la seguridad pública por la vieja estructura militarizada, que en materia social no está constituida, ni entrenada para enfrentar la problemática de la violencia social y el crimen en su relación con los derechos humanos.
Esto implica el desdibujo de las distinciones entre guerra (normalmente definida como la violencia por motivos políticos entre Estados o grupos políticos organizados), crimen organizado (la violencia por motivos particulares, en general el beneficio económico, ejercida por grupos organizados privados con nexos en El Estado) y violaciones a gran escala de los derechos humanos (la violencia contra personas individuales ejercida por Estados o grupos organizados políticamente).
Las hoy llamadas irresponsablemente nuevas “guerras contra el crimen y la violencia” se vinculan a la erosión del Estado, a la aparición de Estados debilitados que en lo esencial han perdido el monopolio en el uso racional de la fuerza.
Sectores guerreristas y militaristas, ligados al poder económico ultraderechista salvadoreño, ven la oportunidad de oro para volver a la palestra, en esta situación de un Estado debilitado por el modelo de mercado en crisis. Alentados por decisiones políticas poco inteligentes y carentes de decisión para confrontar con las verdaderas causas de la violencia social y el poderoso crimen organizado y sus nexos, cada día mayores, con un sistema político corrupto y cómplice, nos lanzamos a una aventura bélica en la que no pueden preverse sus consecuencias.
La inseguridad en las sociedades en la región, se encuentra más ligada a las debilidades del Estado que a las nuevas fuerzas y actores. Nuevos tipos de conflictos reducen aún más las capacidades del Estado. Países como el nuestro encuentran grandes dificultades para enfrentar estos nuevos retos. Es decir, los actores no estatales ilegales poseen capacidad para constituirse en amenazas efectivas al Estado. La debilidad del Estado es una condición de inseguridad que lo afecta a él mismo, como a su población.
El problema real que plantea un virtual regreso al militarismo en la región, como línea del imperialismo para detener la lucha de los pueblos por la revolución socialista y de cuya solución depende el destino del movimiento obrero, es el de la capacidad de acción y lucha de las masas empobrecidas y hambrientas.
La relanzada Iniciativa Mesoamericana que promete “reducir la pobreza, incrementar el desarrollo económico y acrecentar el capital humano” solo sirve a la flexibilización laboral, fuga de capitales y contrarreforma agraria transformando a los campesinos e indígenas en mano de obra barata, explotados y usurpados en su propia tierra. Mesoamérica es una región que se extiende sobre 102 millones de hectáreas con 64 millones de habitantes, donde la mayoría se encuentran sumergidos en la miseria.
Seguidos de cerca desde el Pentágono para evitar el descontento social, manifestaciones de insurgencia y servir al control social de los grupos organizados, nos están llevando a la militarización de numerosas zonas. Represión y terrorismo de Estado al ritmo de una impunidad institucionalizada revela la cara más oscura de la brutal penetración imperial.
En este contexto, el Estado se está convirtiendo en un aparato periférico de la criminalidad que regula y minimiza el miedo ciudadano, donde la ciudadanía trágicamente, ha aprendido a coexistir con la violencia y delincuencia.
La reducción del narcotráfico e inseguridad requieren de un lenguaje y una perspectiva diferentes, otra explicación que haga posible políticas de seguridad pública distintas. Una política para la seguridad de los ciudadanos necesita un enfoque complejo, que incluya un rediseño policial, la promoción del Estado social de derecho, la persecución de la corrupción y la generación de mecanismos contra la pobreza y desigualdad.
Sin embargo, la mayoría de nuestros políticos tienden a creer que bajo la presión de los EE.UU. esto no es posible.
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