Escrito por Alfredo Espino Arrieta.24 de Julio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Veo las nuevas fotos tomadas por el telescopio Hubble y, más que sentirme pequeñito, me siento inexistente. Y confieso que no se trata de una sensación desagradable. Aunque para qué buscar palabras. No llegan. Solo soy una especie de intervalo que quedó, entre una idea y otra; entre una estrella y otra: suspendido, aunque misteriosamente animado. Porque tanta realidad me concede una curiosa existencia: una anonadada y fascinada nada. Apenas algo hay que contempla. Veo que cuando algo nos resulta infinitamente inconcebible puede entonces dejar ya de preocuparnos. Quedamos en paz, en medio de lo que se llama eternidad: porque aunque cuantifiquen estas cuestiones, esto ya no es espacio ni es tiempo –es decir, en un sentido antropológico.
Los ojos de la cara me crecen con el asombro y me adentran en otro mundo, que también sucede en este mismo. Mundo de los leptones, los quarks, los bosones gauge (he visitado la Wikipedia de nuevo, obviamente). Parece que ahora cualquier cosa es aceptable, mientras sea apenas plausible, congruente en alguna medida, decentemente formulable. La ciencia se ha soltado la melena, desde hace ratos. Consecuencias: viajes en el tiempo, universos paralelos, agujeros no solo negros sino blancos (?), agujeros de gusano, la masa perdida del universo, la coherencia de algunos ratios cósmicos, la no localidad, la partícula divina, el metaverso, reencuentros con uno mismo en otras dimensiones... Aparte de la atmósfera poética y de ciencia ficción más pura, todo esto me evoca la era psicodélica –sus clásicas alucinaciones, pero ya con carácter objetivado y respetable. Ahora un físico teórico habla como un hippie, y es además candidato al Nobel. Un nuevo modelo le sucede a otro velozmente. El caso es que, ya vea “para abajo” o “para arriba” (¿serán las comillas las verdaderas partículas elementales?), escucho unas narraciones que no abarco, construidas en lenguajes que no puedo tan siquiera atreverme a adivinar. Soy solo un burro, pero asombrado ante el misterio –esa vivencia, la más hermosa, como decía Albert Einstein. Asombro que parece consustancial a todo esto. Asombro en cualquier dirección. Asombro que nos abarca y en el que flotamos, en una especie de deriva espesa, hospitalaria, sopa de letras o anagnórisis a medias. Casi recordamos –¿no es eso lo que supimos (y olvidamos) desde siempre? Indagar por el origen es destino, está escrito en nuestra alma y las estrellas: volver. Y esto, por supuesto, no es ni física, ni tampoco religión, ni tampoco filosofía, ni poesía, ni qué sé yo. Solo somos usted y yo, dándole buen uso a nuestra humanidad –y de la forma más elemental posible. Pasando así por las letras de un artículo, que se acerca a su final, como el colapso de una estrella, o aun mejor: de cualquier pretensión de entendimiento. Como hundimiento en agujero indeciblemente oscuro. Como en versión de un universo que resulta ser revés de otro universo: en este mismo, en donde todos ignoramos que vivimos bocabajo (qué alivio hablar en términos de cuerpo). En donde nada es para siempre (paradójico consuelo) y todo vuelve a nada (esa nada que todo imagina). En donde duele ser nosotros, dignamente. Pues padecemos. Trabajamos. Nos cortamos el pelo. Pagamos cuentas. Esperamos. Almorzamos. Y lo eterno está junto al salero. Y señalamos hacia arriba, hacia abajo, hacia adentro: desde donde se nos habla, con elocuente silencio.
Polvo de estrellas fecundas, nosotros: inteligencia deslumbrada. (Acaso nuestros destinos estén escritos y se lean.) El corazón de este universo habita en el mismo sitio: es compartido. Ninguna belleza real es formulable, pero su efecto es innegable. Veo las fotos tomadas por el Hubble. Me detengo. Y eso es todo.
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