La lista de los miedos y de las angustias, de las esperanzas y de los anhelos, está abierta y lo seguirá estando, porque cada día somos a la vez, como diría Borges, “el otro, el mismo”.
Escrito por David Escobar Galindo.24 de Julio. Tomado de La Prensa Gráfica.
En una carta fechada el 26 de agosto de 1513, es decir, hace ya casi cinco siglos, Nicolás Maquiavelo, uno de los pensadores de primera línea más caricaturizados por la posteridad, le escribía a su benefactor Francesco Vettori que sus cuatro angustias más vivas eran producto de cuatro miedos fundamentales: al aburrimiento, al conflicto, a la pobreza y a la muerte. Javier Roiz, en su libro “El experimento moderno: política y psicología al final del siglo XX” hace una escueta referencia a esta confesión de Maquiavelo, puntualizando que ese aburrimiento al que se refería el italiano pudiera identificarse con lo que ahora se conoce como depresión, aunque el término usado por Maquiavelo tiene sin duda intención más amplia.
Desde que, hace muchísimos años, conocí esta revelación del autor de “El Príncipe”, me ha tocado poderosamente la atención el tema. Somos a la vez, los humanos, seres de angustia y de esperanza, hasta el punto de poder afirmar que sin la una no existiría la otra. La angustia es el pasadizo oscuro que cruza entre el acecho de las adversidades; la esperanza es el tragaluz recurrente que nos anuncia que ese pasadizo tiene fin. Es cierto que hay seres ya estructuralmente angustiados que se niegan a la esperanza: son los condenados a vivir en vida su propia sepultura; y también es cierto que hay seres esperanzados que se niegan a la angustia: son los bienaventurados de su anticipada resurrección.
De seguro, cada persona, independientemente de que haga, quiera o pueda hacer una racionalización propia sobre el punto, tiene su catálogo de angustias y su catálogo de esperanzas, es decir: su catálogo de miedos y su catálogo de anhelos. Hacer una especie de recuento personal de todos ellos —miedos y angustias, anhelos y esperanzas— sería como ejercitarse en una autorradiografía del propio ser y del propio y eventual trascender. Deshojar un poco los miedos de Maquiavelo podría servirnos como ejercicio sabatino, a la luz de una reflexión que también podría ser ilustrativa de los fundamentos psicosociales y psicopolíticos de nuestro tiempo, que es tiempo de evolución ultraacelerada, y por ende de miedos y de angustias que también lo están.
El aburrimiento es definido por el Diccionario como “cansancio, fastidio, tedio, originados generalmente por disgustos o molestias, o por no contar con algo que distraiga o divierta”. Quizás Maquiavelo quiso referirse a lo que antes se llamaba “taedium vitae”, que es el aburrimiento de vivir. Ahora mismo, hay en la realidad infinidad de motivos para tener ilusión y también para tener decepción. La primera produce energía; la segunda, provoca melancolía. Y no hay duda de que la melancolía crónica es existencialmente temible. Uno de los males más insidiosos de nuestro tiempo. Si viviera hoy, Maquiavelo vería reforzado aquel miedo fundamental; aunque también podría tener argumentos vitales poderosos para encarar los retos evolutivos.
Miedo al conflicto. Un miedo que puede ser de espíritus débiles o de espíritus fuertes. Los espíritus débiles huyen del conflicto porque dudan de sus propias fuerzas y temen exponerlas a una prueba de efectividad. Los espíritus fuertes evitan el conflicto porque su fortaleza estriba justamente en el poder de la armonía. En los tiempos que corren, las pruebas de fuerza son más complejas que nunca, porque el escenario real en que se mueven lo es cada vez más; y la armonía es una aspiración crecientemente asediada por los avatares de una aceleración que cada día se alcanza a sí misma. Hay, pues, sobrados motivos para que este miedo sea concebible y aun comprensible. ¿Cómo incidir en su manejo? De seguro con prácticas saludables de aerobismo espiritual.
La pobreza, en su acepción más común, está vinculada con la disposición de bienes materiales básicos. Sin lo básico, la vida se vuelve una aventura tormentosa. ¿Pero qué es lo básico? Hay mediciones artificiales, pero la realidad acaba siendo inevitablemente personalizada. No falta quien enseñe que el desapego de todo es la credencial para una vida libre y feliz. Pero si nos vamos a la consideración generalizada, hay que reconocer que el miedo a la pobreza no sólo es válido sino humano. El humanismo implica proveer al menos lo básico, en lo material, en lo intelectual y en lo espiritual. Ahora se habla día a día de la lucha contra la pobreza. Ý queda la pregunta: ¿Será una lucha suficiente? Para serlo tendría que humanizarse de veras; es decir, personalizarse como criterio esencial.
No le ganaremos la partida al miedo a la muerte. Puede haber heroísmos o desprendimientos excepcionales; pero allá en el pozo psíquico más profundo, la dejación de lo perecedero nunca será suplida suficientemente por el enigma de lo que podría sobrevenir. ¿Eternidad? Pues sí; pero la eternidad posible también es constitutivamente problemática. ¿Descanso eterno? ¡Por Dios, no: lo ideal podría ser la sublimación activa de lo mejor que somos! ¿Reencarnación? No está claro para qué, sobre todo sin memoria posible. En realidad, sólo tenemos seguro que el cuerpo llegará a su fin, y que eso es fuente de angustia, porque además todo queda inconcluso, siempre, aunque la vida respirable dure más de cien años. La muerte nunca dejará de ser un mal tropiezo.
La lista de los miedos y de las angustias, de las esperanzas y de los anhelos, está abierta y lo seguirá estando, porque cada día somos a la vez, como diría Borges, “el otro, el mismo”. Nuestro amigo Maquiavelo —la inmensa distancia temporal hace posible este tipo de confianzas— nos hizo una confesión perfectamente valedera para los tiempos sucesivos. Somos, a la vez, todos, desde que el mundo es mundo, seres de angustia y de esperanza. Lo fue el mismo Adán, en su calidad primigenia de simbolismo de lo humano. Y lo somos usted y yo, personas del vecindario. Lo humano más hondo es lo que nos hace ser parte de una especie anímica inconfundible e irrenunciable. Lo que verdaderamente nos pertenece es la conciencia y su imaginería: el auténtico flotador del ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.