Si los salvadoreños fuimos capaces de reconocer la autodisciplina entre el trastorno supremo que es la guerra fratricida, ¿cómo no va a sernos posible autorregularnos emocional y mentalmente en este posterior recorrido, que es por su naturaleza acumulativamente reconstructivo?
Escrito por David Escobar Galindo.03 de Julio. Tomado de La Prensa Gráfica.
Tenemos que partir siempre, y para todo propósito, de un criterio elemental: si no hay autocontrol, no puede haber previsión de resultados. En otras palabras: si se deja crecer desordenadamente la maraña de las emociones, no habrá cómo llegar al claro del bosque mental. Esto viene a cuento no por simple impulso de reflexión, que ya sería buen motivo para referirse al tema, sino en especial porque las condiciones anímicas de nuestra realidad lo vuelven tema obligado. Evidentemente, el fenómeno real del momento genera, ahora mismo, turbulencias, rispideces y desafíos que, por su propia naturaleza, tienden a desordenar los impulsos emotivos, que, en tales condiciones, son los menos aptos para responder a lo que la realidad está demandando con apremio.
En efecto, los imperativos de la realidad se nos han vuelto a los salvadoreños verdaderas pruebas de resistencia, y superarlas con éxito es fundamental para que el proceso que venimos impulsando a lo largo de esta posguerra que está por cumplir dos décadas siga su marcha no sólo sin tropiezos sino cada vez con mayor soltura, como es lo deseable y lo merecible. Los salvadoreños estamos hoy como en aquellos tradicionales bailes de resistencia, que yo vi en mi infancia allá en el parquecito municipal al final de la Avenida España, casi enfrente de donde estuvo el Cine Roxy. Las parejas ganadoras amanecían sudorosas y anhelantes luego de toda una noche de baile continuo, y el verdadero premio era haber llegado airosamente hasta el final.
Hoy el baile no es tan inocente, desde luego, y muchos de los sudores no son de fatiga sino de angustia, pero lo que sí se necesita como entonces es una mezcla de aguante y energía positiva. Para que ambas cosas se den es indispensable que las emociones estén en línea. Por eso preocupa que haya tanta bilis circulando por el ambiente, mezclada con tantos humores amargos, con tantas gesticulaciones ofensivas. Y sobre todo en las tapiadas estancias de la política. ¿Quién les habrá dicho a los políticos que el cerebro es súbdito del hígado? Da pena verlos hacer frecuentes contorsiones inútiles, que los dejan exhaustos y con los metabolismos descompuestos. Y lo peor es que esto se refleja en el ambiente, cada vez más cargado de nubes eléctricas y de espejismos gaseosos.
¿Qué estaríamos necesitando en la atmósfera nacional para bajar tensiones, disminuir presiones, desactivar contradicciones y evitar depresiones? En primer lugar, una significativa dosis de apaciguamiento de los ánimos. Esto se dice con facilidad, pero es de consecución difícil al tener en cuenta las diversas amenazas y agresiones que están a la orden del día. Alambre razor en infinidad de muros, el alma en un hilo al abordar un bus o un microbús, territorios tomados literalmente por las pandillas, asaltos y despojos a diestro y siniestro, suma y sigue. La cotidianidad no aporta elementos apaciguadores, sino al contrario, y entonces resulta aún más necesario que los liderazgos al menos conserven la compostura mínima, para no ponerle más detonadores a la realidad.
Pero lo que más amenaza y está a la orden del día es el impulsivo desgobierno de las emociones. Los gestos desafiantes, las palabras filosas, los dedos en ristre, la crispación a granel. Y entre ese cúmulo de desatinos una reacción mesurada siempre resalta, venga de donde viniere. El horripilante caso del microbús en Mejicanos parece haber tenido un efecto revelador: de las crispaciones acusatorias se está pasando a las crispaciones propositivas. Cuidado. Esto también puede significar desgobierno emocional. Y, como en todo, nunca falta la incidencia de la política, que depende de las alzas y bajas en la suerte del poder. El poder, esa droga maligna, que perturba a los que lo viven y conturba a los que dejan de vivirlo, con efectos imprevisibles en uno y otro caso.
El poder tiende por su propia naturaleza a trastornar el equilibrio mental, y el poder político sólo es el más peligroso. Así se vive en todas partes, en grados mayores o menores. Uno ve a los que gobiernan poseídos por una especie de energía artificial imprevisible, y ve a los que han dejado de gobernar saturados por una especie de melancolía incurable. Una y otra situación representan ejemplos típicos del desgobierno inducido de las emociones. Y hay que decir de inmediato que estas sintomatologías no son exclusivas, ni mucho menos, de los que ocupan, casi siempre por el azar de los mecanismos establecidos, las posiciones supremas. El poder es proclive a desajustar y destantear ánimas y ánimos, en cualquier nivel o magnitud en que se ejerza.
Volvamos a nuestras necesidades en el ámbito nacional actual. Estamos, como sociedad, urgidos de confianza; y la confianza es un componente básicamente sutil, que surge mucho más de las actitudes que de las palabras y aun de los hechos. La actitud que mayor confianza genera es aquella que se muestra habilitada para sobreponerse a los sobresaltos y a las ansiedades que pululan en el diario vivir y que se manifiesta capaz de controlar los hilos del comportamiento en medio de las turbulencias y los desasosiegos. El sano gobierno de las emociones irradia, así como el traumático desgobierno de las emociones contamina. Ese sano gobierno propicia el orden espontáneo; ese traumático desgobierno provoca el desorden caótico.
La etapa presente del país tuvo un arranque nítidamente ejemplar: el Acuerdo de Paz, que fue, entre otras cosas sintomáticas y simbólicas, producto vivo e irreprochable del compartido gobierno de las emociones históricas, que habían estado tradicionalmente fuera de control, o más bien bajo un control perverso y desfigurador. Si los salvadoreños fuimos capaces de reconocer la autodisciplina entre el trastorno supremo que es la guerra fratricida, ¿cómo no va a sernos posible autorregularnos emocional y mentalmente en este posterior recorrido, que es por su naturaleza acumulativamente reconstructivo? No se justifica, pues, ningún exceso que alimente la ingobernabilidad, sea en lo personal o en lo colectivo. Y los que están arriba son los primeros llamados al ejemplo.
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