Luis Armando González.02 de Junio. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR-La historia salvadoreña está salpicada de sangre. Los crímenes horrendos nunca han sido una novedad: basta hacer un repaso de lo sucedido en materia de asesinatos políticos y torturas en los años setenta y ochenta para darse cuenta de que el dolor ajeno –se trate de personas adultas o de menores— nunca fue un reparo para quienes profesaban un odio visceral a sus semejantes.
En esas décadas trágicas, los motivos de ese odio eran ideológicos y políticos. Y las implicaciones prácticas del mismo fueron, precisamente, la persecución, la tortura, la desaparición y el asesinato.
En la actualidad, otros son los odios profesados por quienes asesinan a mansalva a personas inocentes e indefensas. Quizás sean los odios generados por el desarraigo, el abandono y el rechazo absoluto a la sociedad en la que se vive y a la cual se la quiere hacer pagar con sangre sus culpas presuntas o reales. Quizás se trate de odios motivados por el afán de venganzas mal entendidas –rivalidades, ajustes de cuentas—, llevadas al extremo de la ausencia total de compasión por parte de sus ejecutores.
Entender los resortes motivacionales –que no son, obviamente, sólo de carácter psicológico— de los crímenes horrendos que vienen sacudiendo al país desde la posguerra –y que en los últimos meses han entrado en una etapa de alza, siendo su más reciente expresión los asesinatos en Mejicanos— es una tarea de primera importancia si se quiere atacar el problema en su raíz.
Sin embargo, la deformación moral y en la sensibilidad humana de los victimarios está fuera de discusión. Algo grave y profundo ha sucedido en su conciencia y en su sensibilidad humana, al grado de estar dispuestos a provocar un dolor sin límites a sus semejantes.
Y lo preocupante es que no se trata de unos cuantos individuos: se trata de grupos sociales que, además, tienden a crecer en número a medida que el tiempo va transcurriendo.
Es doloroso decirlo, pero quienes con clara intención provocan daños atroces a sus semejantes están en los límites (inferiores) de su humanidad. No llegaron ahí por propia voluntad ni por una decisión consciente: fueron arrastrados hasta ahí por circunstancias sociales, institucionales, económicas y culturales que de no ser erradicadas van a seguir posibilitando dinámicas inhumanas semejantes.
¿Son recuperables para la sociedad quienes bordean los límites de lo humano? Esta es una pregunta que ni las más sofisticadas teorías antropológicas han logrado responder. Pero lo más difícil no es responder esa pregunta, sino esta otra: ¿qué hacer con quienes atentan abiertamente, sin consideraciones de ninguna naturaleza, contra la vida de sus semejantes?
Asesinarlos, dicen los más ligeros. ¿Pero es el asesinato –aunque esté legalizado como pena de muerte— la forma más eficaz de encarar el desafío planteado por quienes no violentan la vida de los demás? Y más allá del tema de la eficacia, ¿es el asesinato legalizado una medida que restituye los fueros de la humanidad o más bien una medida que los socava aún más?
La respuesta a la interrogante anterior es clara: el asesinato, aunque legalizado, sigue siendo asesinato. De ahí que si lo que quiere es poner en vigencia valores humanos fundamentales –entre los cuales la vida ocupa el lugar central— lo que menos debe hacerse en atentar en contra de ella.
Aceptado este supuesto, se trata de poner en marcha todos los mecanismos institucionales, legales, políticos, económicos y culturales que frenen, con eficacia, a quienes amenazan la vida de los demás. Pero que no sólo los frenen: también que ataquen los factores estructurales que han posibilitado la ruptura del nexo social y el deterioro moral que lo acompaña.
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