Rafael Lara-Martínez.03 de Julio. Tomado de Contra Punto.
Ya somos el olvido en que seremos,
el polvo elemental en que la
historia salvadoreña nos ignora…
DESDE COMALA SIEMPRE…Hace cien años, al tiempo que se desarrolla una conciencia cívica por celebrar el primer grito de independencia (1811), surge otra conciencia pacifista crítica. Mientras el civismo festeja y se dedica a escribir elogios poéticos del pasado, el pacifismo reflexiona sobre una hecatombe que, por obligación patriótica, permanece bajo el silencio. La libertad se traduce en el derecho de matar al enemigo, al compatriota vencido.
“El espejismo de mil ochocientos veintiuno —asonada que «casualmente», sin un gesto heroico, saludamos como nacimiento de la Patria— [es una] ficción deslumbradora de soberanía [cuya] fatalidad [produjo] matanzas y debates fratricidas [en pueblos que] jugaban a la libertad, como jugar a las muñecas [con] sus manos manchadas de sangre”. (Dols Corpeño, Patria, 1914, ensayo laureado)
La intelectualidad salvadoreña no se presenta unificada bajo una sola posición frente al primer grito y a la doble independencia (1821, independencia de España y 1823, independencia de toda potencia extranjera). En cambio, se define por un debate que oscila del carácter celebratorio y panegírico a la denuncia de las masacres que se justifican en nombre de la libertad republicana y de la autonomía política.
Pese a su discrepancia, ambas posiciones colaboran de cerca con los gobiernos nacionales en turno. La participación en puestos diplomáticos, administrativos o, simplemente, de apoyo intelectual, revela la estrecha colaboración entre el estado y la ciudad letrada. A la vez, descubre la apertura de los gobiernos de principios del siglo XX frente a un debate que al presente permanece ignorado. Acaso los inicios de la historia oficial permiten discusiones que la globalidad y la democracia censuran. Quizás…
Los poetas que escriben panegíricos a la patria, a su nacimiento heroico y libertad suprema reciben amplias glorias oficiales. Al más importante de ellos, Francisco Gavidia, se le otorga un constante homenaje unas dos a tres décadas después, cuando sus ideales liberales republicanos los realiza la presidencia del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944) en la práctica administrativa (sobre los reiterados galardones a Gavidia, véase: La República. Suplemento del Diario Oficial, 1932-1944).
Asimismo, quienes denuncian las masacres cometidas en nombre de la libertad ocupan posiciones gubernamentales y diplomáticas de similar cuantía. Los más renombrados se llaman José Dols Corpeño, primer presidente del Ateneo de El Salvador y miembro del servicio diplomático durante Martínez, y Abraham Ramírez Peña, abogado y diplomático de gobiernos anteriores, al igual que novelista de obras inéditas en el país (Almas grandes (1912) y Cloto (1916), esta última de gran actualidad por su tema sobre las “maras”).
No obstante, paulatinamente, la existencia misma de una generación pacifista la destierra una hegemonía liberal —una “instrucción cívica y moral práctica” gubernamental— que la considera “anti-patriótica” (Guzmán, 1914: 194). En la inventiva histórica triunfante, “las ideas extremas de los partidos socialistas y antimilitaristas” que se arraigan en “las masas populares” menoscaban “el sentimiento innato, el dogma inmortal del amor a la patria” (Guzmán, 1914: 141 y 167). Igualmente, Guzmán juzgaría los ideales indígenas comunales.
Para refundar la nación, la historia oficial por venir debe asegurarse que toda cuestión indigenista de reclamo sobre las tierras del común, tesis social-comunista y pacifista se eliminen de la conciencia ciudadana como “anti-patrióticas”, según el dicho del influyente intelectual que nombra el Museo Nacional de Antropología (MUNA) hasta el presente. Patria significaría defensa de la propiedad privada, capitalismo orientado por la ciencia, al igual que resguardo financiero de lo militar (su antónimo se llama José E. Suay, La organización económica (1911: 7), para quien la disparidad entre “20.3% que absorbe al Cartera de Guerra y Marina” contra el “5.65% de la Cartera de Instrucción Pública” requiere construir un “equilibrio económico”).
Este triple dogma triunfa y se vuelve creencia indudable por más de un siglo. Hasta el presente, nadie considera lícito recobrar una memoria de las víctimas. Si el inicio del siglo XX propone un debate entre elogio cívico y crítica pacifista, el presente borra la evidencia de las masacres post-independentistas, la denuncia de todo muerto inocente, en nombre del festejo nacionalista. Importan los héroes, la ilusión redentora y, con una crisis económica mundial sin precedente, la exaltación de lo heroico en un pasado opaco.
Ante esa memoria selectiva, rescato el despegue del Ateneo de El Salvador en diciembre de 1912, cuyos socios fundadores poseen una conciencia testimonial más lúcida que la nuestra del trágico siglo XIX. Si el presente observa apoteosis por la autonomía, los primeros ateneístas denuncian las constantes guerras fratricidas en nombre de la libertad y las matanzas que se justifican por ideales abstractos, desleídos en la práctica cotidiana. Dols Corpeño asienta la pauta para juzgar la historia más allá de la alabanza.
“Caudillaje y tiranía” reinan “en el campo libre, campo de lucha de la codicia y de la desvergüenza humana, de la matanza y de los debates fratricidas” (Dols Corpeño, 1914: 19). Ante la mortandad generalizada, en unión borgeana de los opuestos, no se sabe quién es traidor, quién es héroe. Y “ La Gloria” republicana nos confiesa: “he visto sus manos manchadas en sangre. ¿Cuál es Caín? ¿Cuál es Abel? ¿Cuál es Judas? ¿Cuál es Jesús? —No sé… Profundo silencio” (Dols Corpeño, 1914: 30). Lo insigne se confunde con lo villano, la libertad con la sumisión, ceñidos ambos por una oscura violencia bajo la cual los hechos y valores “son pardos” (proverbio popular, “de noche todos los gatos son pardos”, léase, “bajo la violencia generalizada, todos lo valores son pardos”).
Bastan tres citas adicionales de los dos ilustres ateneístas mencionados —Dols Corpeño y Ramírez Peña— al igual que de su colega Adrián M. Arévalo, para evaluar esa conciencia pacifista que la actualidad desea ocultar en olvido de los muertos. Arévalo describe el regodeo mórbido frente a las víctimas enemigas, es decir, la pulsión de muerte como promotora de la libertad nacional. El terror de los invasores lo combate la barbarie de los defensores que se deleitan en quemar vivos a los contrincantes.
“Achicharrar a los malditos chapines que caigan en la trampa, cuando ya estén bien borrachos. —¡Qué idea más peliaguda! […] saliendo bien la cosa, no importa como dices, pegarle fuego a la tal casa, que por cierto está bastante vieja, ya que sus llamas tostarán a unos veinte miserables. Qué lástima que no sean más […] momentos después, grandes llamas se alzaban esparciendo su luz siniestra por aquellos alrededores”. (Arévalo, El 63, 1916: 150-151).
Dols Corpeño y Ramírez Peña diseñan una tortuosa línea cronológica que conduce de una gesta independentista fortuita a guerras fratricidas y “carnicerías humanas sin por qué ni para qué”, en los mismos sucesos históricos que nuestra actualidad celebra en apoteosis. “¿No veis cómo se matan hermanos con hermanos?”.
“Ya eran eco lejano los acontecimientos reseñados [de 1814] cuando vino intempestivamente el amanecer de la Patria soñada […] el acta de Independencia […] no sintetiza el ideal supremo de los próceres de 1811, porque no se adoptó la resolución firme y categórica de declarar la forma de Gobierno, sino que se dejó a la deliberación de un Congreso […] los hombres de 1821 no estaban posesionados de la doctrina republicana y abrigaban temor a la democracia. Tampoco era firme su propósito de libertad […] el espíritu monárquico vivía latente en la sociedad […] cuatro meses después tuvo Centroamérica su primera caída, al consumarse […] su anexión a México […] y guió ese atentado la aristocracia monárquica de Guatemala […] tras un violento forcejeo el 24 de junio de 1823 se logró sellar la segunda independencia [la cual] comprobaba la falta de unidad y la anarquía en los principios […] la Constitución Federal decretada el 22 de noviembre de 1824 [establecía] hermosas teorías [al lado de las cuales] los patriotas pusieron las bases de la anarquía […] al llegar como primer Presidente de Centroamérica, Manuel José Arce en abril de 1825 [se convirtió] en manzana de la discordia y quizás causa del sangriento desbarajuste […] es él ejemplo de la tiranía y la inconsecuencia [del] incremento del sangriento separatismo [seguido por la dictadura de] Mariano de Aycinena […] éste en su esfera y Arce en otra, sentaron el precedente de la guerra civil, de 1827 a 1829, una época horrenda”. (Dols Corpeño, 1914: 53-57, 60 y 64)
«Estamos próximos a cumplir cien años de vida independiente, y ¿qué hemos hecho durante tanto tiempo? Destruirnos mutuamente […] ¿Cuál será el legado que el siglo viejo dejará al nuevo? El recuerdo de tantas guerras sangrientas en las cuales el hermano mató al hermano, el padre al hijo y el hijo al padre […] Nuestra historia patria [es] reseñas horripilantes de combates que fueron verdaderas matanzas. En el parte que el general Santiago González comunicó al ministro de la guerra el día 28 de febrero de 1863 se leen estos párrafos: “el campo de Coatepeque, al anochecer del día 24 de febrero era un vasto osario: el campo enemigo cubierto de cadáveres y heridos, el cielo ennegrecido por la pólvora, la desolación y la muerte por todas partes”. Más adelante dice: “La mortandad que sufrían las tropas guatemaltecas era espantosa” […] causaba verdadero horror el campo de Coatepeque a la vista no sólo del número de muerto, sino también por el estado de ellos: por todos lados se encontraban miembros humanos, ya una cabeza, ya un brazo, una pierna, hombres divididos en dos partes, estragos cauzados por nuestra artillería, que con tanto acierto dirigieron los oficiales Biscouby y Vassel dignos de recomendación”». (Por la paz de Centro-América, 1910: 11-12 y 40-41)
La celebración del Centenario del Primer Grito de Independencia y de la Independencia misma no ofrece la imagen de una generación monolítica con un solo pensamiento cívico de festejo frente a los acontecimientos que desembocan el nacimiento de la patria. Por lo contrario, hacia la época, la historia oficial permite disensiones que el presente democrático se niega a documentar.
La independencia constituye un problema, un serio problema sin resolución inminente para “la paz de Centro América”. “Sin sangre, lágrimas ni penas”, llega casi de manera fortuita ni luchas internas para lograrla. “La fraternización de Barrundia, Molina, Delgado (amigo de Peinado) y los otros próceres [con] los Aycinena, Beltranena y […] tradicionalistas” produce “una vida [independiente] turbulenta y azarosa” (Turcios, Ateneo, octubre/1913: 392). Su prima causa la expresan guerras fratricidas y despiadadas que anhelan imponer valores abstractos supremos por una práctica armamentista despiadada, en un país dividido a muerte desde sus orígenes.
La cuestión pendiente no consiste en saber si existe una conciencia cívica que de gala celebra el centenario. El dilema presente interrogaría también a otra conciencia pacifista acallada, la cual no desdeña a las víctimas de las guerras post-independentistas. Con rigor historiográfico, el pacifismo reflexiona sobre el destino trágico de todos aquellos muertos inocentes en nombre de la libertad. La “SUMMA LIBERTAS” es un “sarcasmo” cuyo objetivo último es el olvido, ya que “siempre se ha hermanado el ideal de la libertad con la sed de sangre de los vencedores” (Dols Corpeño). Acaso hay países en los que el recuerdo es una traición de la historia y el olvido el principio que debe regirla. Sólo olvidar la manera selectiva de recordar podría inaugurar una nueva memoria.
Rafael Lara-Martínez. Tecnológico de Nuevo México. Del equipo ContraPunto.
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