Los menores delincuentes que hoy abundan no son niños y jóvenes extraviados, sino seres deformados por la “cultura” antisocial, que encarna sobre todo en las pandillas, y por la pertenencia a las estructuras del crimen organizado.
Escrito por Editorial. 27 de Abril. Tomado de La Prensa Gráfica.
La Ley Penal Juvenil y el sistema de tratamiento de los menores que delinquen no responden, evidentemente, a las condiciones reales de la situación criminal que impera en nuestro país. Aunque cuando se dio dicha normativa ya era previsible que se venían tiempos verdaderamente críticos en lo referente a la conducta antisocial y delincuencial de los menores, hoy es clarísimo que hay que hacer un reajuste de fondo tanto de la legislación vigente como de los mecanismos institucionales para la reeducación, rehabilitación y reinserción de aquéllos. Esto se hace cada vez más incuestionable, a la luz de la terrible experiencia cotidiana.
No se trata, desde luego, de un pulso de fuerzas entre “garantistas” y “tradicionalistas”, como por momentos pareciera, por la naturaleza de las argumentaciones que más resaltan, casi siempre teñidas de colores emocionales y hasta pasionistas; se trata de adaptar tanto la legislación como la institucionalidad a lo que se vive. Y esto sería en beneficio de la sociedad, que padece los efectos negativos de las conductas irregulares de los menores, como de los mismos niños y jóvenes, que no estarían “amparados” por un tratamiento irreal y contraproducente, sino que podrían recibir los beneficios de una verdadera reconversión tanto en sus conductas como en sus vidas.
El caso del menor asesino cuyo crimen fue captado por la cámara de un fotoperiodista de LPG debería servir como impulsor de esa revisión ya impostergable, en vez de estar alimentando un retorcido “espíritu de cuerpo” entre los jueces, en defensa de una resolución específica que es prueba viva de que lo que tenemos no funciona.
REEDUCAR Y REHABILITAR
Cuando se tiene en cuenta la legislación vigente al respecto y el desempeño de las instituciones encargadas del tratamiento posdelincuencial de los menores delincuentes, lo que resulta es una sensación de alarma, en vez de un sentimiento de tranquilidad, como sería lo esperable. La legislación parece de cuento de hadas, cuando lo que existe es un fenómeno macabro; y la institucionalidad es un remedo impresentable, cuando debería ser un mecanismo reconstructor. En otras palabras, estamos necesitando con urgencia replantearnos toda esta problemática, que no atañe sólo a los menores y a su futuro, sino a toda la sociedad y a su desenvolvimiento normal.
Tanto la ley como la institucionalidad deben ser vehículos para redefinir conductas en concreto, caso por caso, sin blandenguerías ni irresponsabilidades. Los menores delincuentes que hoy abundan no son niños y jóvenes extraviados, sino seres deformados por la “cultura” antisocial, que encarna sobre todo en las pandillas, y por la pertenencia a las estructuras del crimen organizado. Estos hechos no pueden ser cubiertos por el disimulo de una “protección” que no le sirve a nadie, y mucho menos a los presuntos protegidos. Y, para colmo, si a eso se suma la miopía de la justicia, estamos en el peor de los mundos. Hay que decirlo con todas sus letras.
Instamos, pues, a emprender de inmediato esa revisión legal e institucional, en la que se conjuguen inteligentemente lo técnico y lo humano con el interés nacional.
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