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2010/04/24

LPG-La vida es también una colección de paisajes

Y, como testimonio personalizado de lo que digo, voy a hablar esta vez de algunos de los propios paisajes, en un breve recuento surgido al azar, que es como se expresan con mayor espontaneidad las verdades más sentid as, ésas que al final de cuentas son las que nos caracterizan e identifican como personas individuales.

Escrito por David Escobar Galindo. 24 de Abril. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

En la medida que vivimos nos vamos dando cuenta —o deberíamos hacerlo— de que la vida es muchas cosas a la vez, no todas ellas enlazadas en un solo sentido, como ingenuamente estamos impulsados a creer. No es una línea recta —¿existe en realidad la línea recta, más allá de las abstracciones de la geometría?— sino una ramificación de múltiples extensiones. Y por eso me animo a declarar que la vida es también una colección de paisajes. Ante el entorno natural hay infinidad de reacciones posibles, desde las de aquéllos que ni se fijan en los colores, formas y volúmenes que les rodean hasta las de nosotros, los que somos escrupulosamente sensibles al aroma de una flor, la densidad de una nube, la fisonomía de un cerco de piedra, la transparencia cambiante de las aguas de un arroyo o el perfil de un árbol, en la lejanía…

Pero hay que decir de inmediato que eso que llamamos paisaje no es más que la iluminación interior de nuestras percepciones externas. Y, si es así, cada paisaje tiene vida propia, porque es la imagen corporizada de un estado de conciencia. De conocerse, entonces, cuál es la colección de los paisajes reveladores de cada quien, ya se tendría una especie de muestrario radiográfico de la psique correspondiente. Y, como testimonio personalizado de lo que digo, voy a hablar esta vez de algunos de los propios paisajes, en un breve recuento surgido al azar, que es como se expresan con mayor espontaneidad las verdades más sentidas, ésas que al final de cuentas son las que nos caracterizan e identifican como personas individuales.

El amate está frente a mí, aunque se halla al otro lado de la calle polvorienta que es la antecesora de la Troncal del Norte. A la izquierda, la montaña de Madretierra, la propiedad de don José María Villafañe; a la derecha, una especie de planicie con ligeras elevaciones al fondo. Pero ese amate es como el guardia principal del entorno. Así lo observa mi imaginación infantil. A lo largo del año, mientras los otros árboles van cambiando de indumentaria y de matices, el amate se mantiene imperturbable, ejemplo vivo de identidad sin mutaciones visibles. Aunque está tan cerca, no tengo ni tendré oportunidad de acercarme a él. Ahora sé que esa distancia en la cercanía es la que hizo que el amate y yo fuéramos compañeros perfectos. Hace ya muchos años que no estoy físicamente frente al amate, pero lo sigo viendo ahí, como siempre, tan cómodo en su aura imaginaria.

El tren es una ventana en movimiento. Los sábados de la infancia salía yo solo de mi casa cerca de Don Rúa a las 5:15 de la mañana, y tomaba dos buses para llegar a la estación del tren de Oriente (Oriente de Guatemala), que salía a las 6:15 en punto y llegaba a la Estación de Las Cañas, en el cantón San Nicolás de Apopa, a las 7:00 en punto. El tren se iba por el rumbo de Soyapango, cruzaba los cañales de las haciendas de Prusia y Venecia, y tocaba Tonacatepeque antes de llegar a mi destino. En el trayecto mañanero, la ventanilla de mi asiento de segunda clase —bancas de reglillas de madera— me iba mostrando un mosaico del cálido paisaje nacional. Verdes y sepias, amarillos y rojos. La paleta de un pintor entusiasta y a la vez soñoliento. Fue en aquellas mañanas tempranas cuando hice íntima amistad con los colores vivientes, que muy pronto se me harían palabras.

Una calle sin árboles, pero con puertas y ventanas que invitan a activar la imaginación. Es la Rue du Château, en Boulogne-Billancourt, suburbios de París. Me asomo al ventanal del apartamento en el segundo piso del número 118. Da a la calle. Enfrente, la tienda miscelánea con un rótulo: Couleurs-Ménage. Y hacia la esquina de la derecha, un cartel cinematográfico: “Les salauds vont en enfer”, drama carcelario con Robert Hossein y Marina Vlady, la espigada y misteriosa rubia de origen ruso que cautivaba mis ensueños húmedos. Para mí, un recién inaugurado adolescente de 14 años, la emoción de aquellas calles, y dominicalmente también de aquellos bosques, tenía colorido dramático. Novelas, películas y anhelos, en una mezcla que daba para muchas figuraciones gozosas y anhelantes. Era el paisaje de la vida haciéndose real entre lecturas y destellos.

El jardín respira por su cuenta. Es el jardín de nuestra casa, la que hacemos cada día juntos, Titi y yo. Abro la ventana y el jardín está ahí. Abro la otra ventana y el jardín está ahí. En medio, la fuente siempre en movimiento, que hace sentir que el jardín es una pequeña máquina del tiempo. Hay seres de jardín, y yo soy uno de ellos. La compañía de las formas vegetales me es indispensable para sentirme en presencia del misterio universal. ¿Qué haríamos sin los árboles arraigados? ¿Qué haríamos sin las flores vivas en sus tallos? Por ejemplo, el morro de nuestro jardín es para mí la imagen superviviente de aquéllos que habitaban los morrales en las vegas del río Lempa, allá en la hacienda Jiboa, frontera sur de Chalatenango. Y el heliotropo florido, regalo de mi madre, reproduce el fulgor y el aroma del tiempo dormido en el recuerdo. El jardín lo sabe por mí.

Allí, a unas cuantas millas de espuma resonante, Montecristo es la isla de los asombros inhabitables. La nave se desplaza por las animosas aguas mediterráneas, y durante buena parte del día el promontorio rocoso, boscoso y deshabitado estará ante nuestra vista. ¿Pero qué tiene esta isla en apariencia insignificante para provocarme una atracción semejante? El milagro de una ficción. En la novela de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo, Edmundo Dantés, escapado de la prisión del Castillo de If, frente a la costa de Marsella, encuentra en esa isla el tesoro cuyo mapa le entregara el abate Faría, su providencial vecino de celda. Con ese tesoro, Dantés, convertido en Conde, organiza el tinglado de su revancha. Aquella ficción folletinesca de 1846 sigue estando viva, como todas las creaciones intemporales. Pasar físicamente frente a la isla es, pues, revivir una lectura encantada que el trajín de la vida no ha logrado macular ni marchitar.

La vida es también una colección de paisajes

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