Para ser consecuentes. La memoria es corta, pero los hechos nos están recordando que bien vale la pena no olvidarse de nuestras actuaciones pasadas, no para señalar culpables, sino para no volver a cometer los mismos errores. Y si fuéramos a ser un poco idealistas, diríamos: para que los buenos hijos de este país nos unamos contra los males que nos acechan y que están comprometiendo nuestro futuro.
Escrito por Juan Héctor Vidal.05 de Julio. Tomado de La Prensa Gráfica.
El punto de partida debería ser el reconocimiento de que ni la precaria situación económica, la delincuencia desbordada, la institucionalidad en franca decadencia, la creciente vulnerabilidad ambiental, ni la pesada carga social que arrastramos, han surgido de manera espontánea ni de un día para otro. Estos y otros fenómenos que nos agobian constituyen la expresión natural de una dinámica perversa que no supimos controlar.
En el campo político, actuamos con una marcada miopía, al no ponerle la debida atención a la institucionalidad democrática. La división de ARENA y los acontecimientos de los últimos días inevitablemente llevan a esta lamentable conclusión. Así las cosas, tiendo a pensar que la verdadera alternancia, como bastión en toda democracia funcional, siempre fue considerada por dicho partido como algo que solo podía darse dentro de su propia ideología, o peor aún, a su interior. Bajo estas premisas, puede afirmarse incluso que la gobernabilidad siempre estuvo subordinada a intereses espurios.
Con todo, buscar culpables es tan estéril como hacerse eco de aquellas opiniones que pretenden convencernos de las grandes hazañas del pasado. Las buenas obras que hizo ARENA en sus inicios, como haber sacado a la economía del precipicio en que cayó en los ochenta y haber logrado la paz, están grabadas como verdaderos hitos en nuestra historia reciente; pero igualmente como referentes obligados de algo que pudo ser y no fue. Aun así, los presupuestos básicos de los acuerdos de Chapultepec tienen para muchos salvadoreños tanto significado como en 1992.
Al decir esto, pienso en los grandes riesgos que corremos de seguir comprometiendo nuestro futuro a partir de un excesivo fundamentalismo ideológico. La miríada de problemas que confrontamos no da margen para ensayos que solo potencian la polarización y la conflictividad social. Por el contrario, creo firmemente en toda iniciativa que tenga como objetivo intermedio la unidad nacional y como desideratum, una sociedad auténticamente democrática, más solidaria, en permanente progreso y más segura. Todo lo demás, quisiera pensar, vendría por añadidura.
En todo caso, parto de la preocupación que se palpa en el ambiente de que la situación general del país se agrava con mayor velocidad que la capacidad de respuesta en términos de tiempo, energía y hasta de voluntad para hacerle frente. La sensación de un total estado de indefensión, frente a la delincuencia, por ejemplo, es cada vez más notoria.
Pero en medio de estos desvaríos, igualmente pienso que no deja de ser una quimera pedirles a nuestros dirigentes ceder un poco en beneficio del bien común. Solo poner atención en lo que está ocurriendo en la Asamblea Legislativa ya dice mucho del poco significado que tiene para nuestros representantes el riesgo de que el país se hunda en el caos. En cambio, cada vez es más ostensible su desdén por esos votos que los llevaron a un sitial que muchos de ellos no merecen. Los tránsfugas son un claro ejemplo de ello. El Órgano Judicial y el ministerio público también arrastran una enorme deuda con todos los ciudadanos honestos del país.
Los retos los tenemos claramente identificados; es más, estamos conscientes de que solo la unión de esfuerzos y voluntades puede ayudar a superarlos. Entonces, si de comprometer genuinamente a los políticos y a otros grupos de poder se trata, la ciudadanía honrada no debería claudicar en el empeño de convencerlos de que la única causa verdadera tiene un nombre: El Salvador.
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