Carlos Mayora Re.24 de Julio. Tomado de El Diario de Hoy.
Hace veinte siglos la esclavitud era pacíficamente aceptada. Ni los señores ni los siervos ponían en duda que el mundo era así: o se nacía libre o se nacía esclavo. Más aún, las leyes que la regulaban eran respetadas y obedecidas sin cuestionamientos.
Algunas veces los esclavos escapaban de la casa de su señor y, generalmente después de una fechoría, se perdían en las grandes ciudades con la esperanza de mezclarse entre la gente y pasar inadvertidos. Tarde o temprano eran capturados y devueltos a sus amos, quienes los castigaban severamente, o se les ponía al servicio de la ciudad.
Fue el caso de Onésimo, esclavo de Filemón, que después de defraudar a su amo escapa a Roma. Es capturado y encarcelado. En la prisión coincide con Pablo de Tarso quien, apóstol, lo convierte al cristianismo. Pablo, además, conocía y era amigo del amo de Onésimo, y decide enviarlo de regreso, pidiéndole por escrito al cristiano Filemón no sólo que no aplique la ley que le permitía castigar severamente a Onésimo, sino que lo acepte como su igual, pues los dos compartían la fe en Jesucristo.
El mismo Pablo respetuoso de las leyes del Imperio, el mismo que reclama sus derechos como romano, pide a Filemón que no aplique la justicia sino la caridad, ruega que su proceder vaya más allá de la letra de la ley, y que decida en conciencia una actuación coherente con su nueva fe.
No consta que Filemón haya hecho lo que Pablo le solicitaba, pero sí sabemos que la carta del Apóstol se conserva como una declaración de principios para los cristianos, en relación a la actitud que deben tener frente a la esclavitud en particular, y las leyes en general: las ordenanzas justas deben ser observadas, pero no hay obligación en conciencia con respecto a aquellas que no lo son.
Pablo no se pone por encima de la ley, pero supera ampliamente su propósito: la paz social, el bien común; aplicando unos principios que la suponen y perfeccionan.
Es una gran lección, que puede tener muchas interpretaciones. No sólo porque se mostró muy efectiva para la supresión de la esclavitud, en las sociedades que aceptaron los principios cristianos de igualdad entre los ciudadanos, y el ejercicio de una libertad ganada por la condición humana y ya no por la posición social, sino por la gran influencia que los comportamientos particulares --cuantos más mejor-- pueden tener en el cambio de los valores en una sociedad.
A todos nos preocupa la situación actual de violencia en que vivimos, y --lógicamen-te-- vemos parte de la solución en la aplicación responsable del aparato legal más adecuado, así como en el funcionamiento de las instituciones sociales que tienen esa misión: la policía, el aparato judicial, el Órgano Legislativo, etc.
Pero, sin negar que podrían hacerlo mejor, y que las leyes podrían adecuarse, las prisiones mejorarse, y un largo etcétera. También los ciudadanos tenemos en nuestras manos buena parte de la solución. Me lo comentaba un lector en un correo electrónico: ¿qué podemos hacer para, en tanto ciudadanos, contribuir a la curación de nuestra patológica violencia social?
Exigir que la ley y su aplicación sigan su curso, por supuesto. Pero a la vez poner verdadero esfuerzo en rechazar la violencia a todos los niveles: en el propio hogar, el ámbito laboral, las escuelas y estadios, los mercados, la calle… La violencia no existe, sólo hay personas violentas, y en la medida en que cada uno pongamos de nuestra parte, cada salvadoreño no violento será un violento menos, y entonces sí: habremos emprendido el rumbo mejor para vivir en paz.
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