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2010/04/23

El Faro - Deroguen la ley de amnesia - ElFaro.net El Primer Periódico Digital Latinoamericano

Escrito por Ricardo Ribera.23 de Abril. Tomado de El Faro.

Si la amnesia significa una patología psíquica por la que un individuo se ve impedido de recordar, la amnistía genera una patología social por la cual a una colectividad se le quiere imponer el olvido. Lejos de sanar heridas o evitar abrirlas, como se ha argumentado, la amnistía enferma a la sociedad, la vuelve amnésica. Impide la posibilidad del perdón, pues elude conocer la verdad y desmotiva el reconocimiento de la culpa y el arrepentimiento. Es garantía legal de impunidad. Es sinónimo de injusticia. Es ésta una ley injusta.

“Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla”. Las palabras son de Monseñor Romero. Un día antes de ser asesinado hacía un llamado, a soldados y guardias nacionales, a desobedecer órdenes contra la ley de Dios. Treinta años más tarde y en otro contexto, considero que la frase del obispo-mártir mantiene su vigencia. Es más, bien podría aplicarse a la ley que impide justamente investigar y llevar a la justicia a quienes lo mataron. La ley de amnistía es una ley inmoral.

Ninguna ley de amnistía puede aplicarse a casos de crímenes de lesa humanidad. Así lo dicta el moderno derecho internacional. Tampoco son ésos delitos que prescriban. Son, por definición, imprescriptibles y no amnistiables. La ley de amnistía de 1993 resulta inútil, pues en estos delitos contra la humanidad es inaplicable.

El argumento de “inconveniencia” en derogar la ley confunde la idea de reconciliación con el simplismo del “borrón y cuenta nueva”. Es una afrenta a las víctimas y sus familiares. El proceso de negociación estableció como propósito “reunificar la sociedad salvadoreña”, pero nunca contempló la impunidad para los graves hechos violatorios de los derechos humanos cometidos durante el conflicto. Al contrario, promovió la conformación de una Comisión de la Verdad para que los investigara y rindiera su informe a las partes y a la ONU. La Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, decretada el 20 de marzo de 1993 y publicada dos días más tarde, fue unilateralmente impulsada por una de las partes para incumplir sus recomendaciones. No tiene nada que ver con la Ley de Reconciliación Nacional, enero de 1992, que viabilizó la solución política negociada. Maliciosamente hay quien las confunde para decir que la paz necesitó de la amnistía.

La Corte Suprema de Justicia de El Salvador dictaminó en 1999 que “un gobierno no puede amnistiarse a sí mismo”. El caso jesuitas con tal razonamiento quedaba excluido de la ley de amnistía, impulsada como iniciativa de ley por el Presidente Cristiani, dado que el crimen se cometió durante su administración. Con similar lógica jurídica se podría preguntar ¿puede un régimen político amnistiarse a sí mismo? ¿Podían los diputados de la Asamblea Legislativa de 1993 tender ese manto de impunidad sobre crímenes horrendos cometidos a partir de 1980?

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, estudió el caso de Monseñor Romero y emitió recomendaciones. El Estado salvadoreño, cuyo máximo representante en tanto Jefe de Estado es Mauricio Funes, ha reconocido, por primera vez, que la CIDH tiene jurisdicción y que sus recomendaciones son “vinculantes”, es decir, obligatorias. Una de ellas exige a El Salvador “adecuar la legislación interna” a la Convención Interamericana de Derechos Humanos, es decir, traduciendo los términos jurídicos: derogar la ley de amnistía de 1993. Habrá que hacerlo. El dictamen lleva años esperando sea acatado. No hacerlo equivaldría a declarar al Estado salvadoreño “al margen de la ley”. En algún momento habrá que hacerlo.

¿Por qué seguir esperando? ¿Tiene sentido darle más largas? ¿Acaso no es ahora un momento propicio? Sólo se le oponen mezquinos cálculos políticos o una flagrante falta de entereza. La sociedad toda espera. En especial las víctimas: esperan, todavía esperanzadas. Pero con impaciencia. Los olvidados de la historia no pueden resignarse, ante el silencio oficial y el olvido decretado. Sobre todo porque a la par de los monumentos, plazas y calles erigidos en memoria de los mártires, se mantienen las calles, plazas y monumentos en honor a presuntos o comprobados victimarios. Mejor que sigan ahí, mudo recordatorio al horror que padeció el país, testimonio de la injusticia del poder, de lo imposible que es para este pueblo olvidar, de la obcecación y fanatismo de sus opresores, negados a pedir perdón y a dejarse perdonar.

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