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2009/07/11

El cesarismo democrático

Chávez no es el único heredero de la idea de un César avalado por elecciones libres. Decidido a concentrar todo el poder lleva 10 años en el gobierno. Alberto Fujimori o Álvaro Uribe han visto en la perpetuación presidencial el vehículo para modelar sus países según sus deseos. Qué decir de Fidel Castro, que no halló un sucesor que no llevara su sangre.


Escrito por Tomás Eloy Martínez. Sábado 11 de  julio de 2009.Publicado por La Prensa Grafica.

La campaña electoral ya concluida ha confirmado en la Argentina el papel del cesarismo en las naciones que aún tienen instituciones débiles en América Latina.

Si se toma la definición de Antonio Gramsci, “el cesarismo expresa la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas”. Para él puede haber cesarismos progresistas –Julio César y Napoleón I– o regresivos –Napoleón III y Bismarck–, pero en todos los casos se trata de una salida encabezada por un líder militar o no, a una situación desesperada y excepcional. De ahí que la figura –llámese cesarismo, bonapartismo, bismarckismo– sea tan familiar en América Latina.

Esas tierras han sido fértiles en autócratas que, han ido expandiendo y afianzando su poder mediante el control de la corrupción, de la policía y de la facultad de repartir los recursos del Estado como les conviene. No hay mayor símbolo de “cesarismo democrático” que el régimen del venezolano Juan Vicente Gómez, uno de cuyos ministros, Laureano Vallenilla Lanz, estableció la validez del término en un libro de 1919. Gómez inspiró a Gabriel García Márquez el personaje del dictador de su sexta novela, “El otoño del patriarca”.

Cuando llegué a Venezuela en 1975, la figura de Gómez seguía ocupando el centro de la imaginación nacional y ahora, que ha encontrado en Hugo Chávez a su mejor discípulo, casi no pasa semana sin que la oposición invoque el término.

Gómez creció al lado de su predecesor, Cipriano Castro, quien inició el siglo XX enfrentando una poderosa amenaza internacional al no poder pagar la deuda contraída por Venezuela con empresas extranjeras expropiadas. Buques de bandera inglesa, italiana y alemana bloquearon el puerto de La Guaira en 1902 pero Venezuela logró zafarse de la asfixia cuando invocó la Doctrina Drago, que dictamina la ilegalidad del cobro violento de las deudas por parte de las grandes potencias en detrimento de la soberanía, estabilidad y dignidad de los Estados débiles.

El ideólogo Vallenilla Lanz, sociólogo positivista, intentó argumentar que pueblos como el venezolano no estaban capacitados para respirar una atmósfera republicana; solo “el gendarme necesario” –como definió a su modelo de César– podía sacarlos de la miseria y de la anomia.

Dictaminó que “el Caudillo constituye la única fuerza de conservación social” y que “el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor” es una necesidad fatal “en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta”.

Como eficaz vocero de la ideología oficial, Vallenilla Lanz no se refiere a Gómez en su ensayo de manera directa. Se ampara en cambio en la figura tutelar de Simón Bolívar, quien propuso la presidencia vitalicia. Escribe que Bolívar “nunca abrigó la más ligera esperanza” de que “aquellas constituciones de papel” pudieran establecer el orden.

Sus críticos, como el exiliado Rómulo Betancourt, del Partido Revolucionario Venezolano –luego presidente constitucional–, lo llamó “Maquiavelo tropical empastado en papel higiénico”. Lejos de ofenderse, Vallenilla Lanz agradeció la comparación con el autor de “El Príncipe”.

Chávez no es el único heredero de la idea de un César avalado periódicamente por elecciones libres. Decidido a concentrar férreamente todo el poder en sus solas manos, lleva por ahora 10 años en el gobierno, el mismo tiempo que Carlos Menem.

Figuras como Alberto Fujimori o Álvaro Uribe, por distintas que sean, han visto en la perpetuación presidencial el vehículo para modelar sus países a la medida de sus deseos. Qué decir de Fidel Castro, quien no logró hallar un sucesor que no llevara su sangre. En la Argentina el ejemplo de Perón impregna al partido que él fundó y que ya se confunde con el Estado.

Ayudan las torpezas de una oposición que muestra menos interés en la construcción de la democracia que en el asalto a los privilegios que confiere la cosa pública, así como parece tener menos convicción para reintegrar a los marginales al mundo de la ciudadanía.

Néstor Kirchner, como Gómez, ha intentado prolongar sus planes de hegemonía alternándose con sus parientes en el gobierno, tal como hizo al decidir la candidatura de la actual presidenta, su mujer. Ahora sale a defender el modelo agitando el fantasma de un conflicto de intereses entre grupos y clases que solo una figura providencial, el César, podría contener.

Ese juego al todo o nada fue explotado por Carlos Menem en 2003. Es, de alguna manera, el juego bonapartista, una de las formas del cesarismo. Luego de las revoluciones de 1848, Luis Bonaparte fue elegido presidente de la Segunda República Francesa. Sus constantes convocatorias a referendos desnaturalizaron la representatividad republicana y cimentaron su popularidad.

La presidenta Cristina Fernández conoce bien la historia de Napoleón III, pues ha citado la obra de Carlos Marx sobre su golpe de estado, “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, evocando la famosa frase según la cual, cuando la historia se repite, primero lo hace como tragedia y luego como farsa.

La influencia del estilo cesarista de su marido, para quien disentir equivale a traicionar, amenaza la estabilidad institucional tanto como la falta de ideas de la oposición. Nada se ha empobrecido tanto en la Argentina como la imaginación de sus políticos.

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