Escrito por Ernesto Rivas Gallont. Domingo 19 de Julio de 2009. Publicado por La Prensa Grafica.
Durante la semana que termina escuchamos, leímos y vimos varios comentarios y comentaristas remembrando la guerra con Honduras, a propósito del 40 aniversario de acontecida. Es lamentable que los comentaristas, algunos de ellos militares, se hayan limitado a recordar lo ocurrido antes, durante y después del conflicto, desde el punto de vista sociológico y militar.
Nosotros fuimos los buenos y los hondureños fueron los malos. Nosotros ganamos la guerra (aunque hayamos perdido la paz) porque nuestro ejército era mejor que el de ellos. En Honduras el ejército conmemoró el final de la guerra, en una misa de campaña celebrada el 18 de julio. Los hondureños dijeron que el 14 de julio no celebran nada porque “en esa fecha el país fue agredido”.
La guerra fue una gran tontería que casi termina a pedradas, porque a ambos bandos se les terminaron las balas y los combustibles, después de pocas horas de “combate”. Ejércitos mal equipados y peor entrenados fueron incapaces de causar mayor daño físico uno a otro.
Hay que reconocer que el gobierno de Honduras provocó la ira salvadoreña con la expulsión masiva de ciudadanos salvadoreños de territorio hondureño. Aunque me causó un mal sabor escuchar a un militar la otra noche, comparar el gobierno de López Arellano con los Nazis y sus campos de concentración.
La guerra terminó porque se terminaron las balas y los combustibles y porque la OEA mandó un “alto el fuego” y ordenó a las tropas salvadoreñas que abandonaran territorio hondureño. Si hablamos de quién ganó y quién perdió, no hay duda de que nosotros perdimos, porque años después el Tribunal de La Haya nos condenaría a ceder parte de nuestro diminuto territorio a Honduras.
Nadie habló o escribió la semana pasada sobre los efectos devastadores que esa guerra fratricida tuvo para ambos países. La primera víctima fue la unión centroamericana que pereció deplorablemente y hasta la fecha no se ha logrado recuperar todo el daño causado. Las endebles economías de ambos países terminaron en la lipidia. Y el comercio exterior salvadoreño estuvo a punto de colapsar por el cierre de las fronteras en Honduras, que obligó a buscar alternativas para importar y exportar de los países centroamericanos, además de la pérdida total del mercado hondureño.
Como resultado de los acontecimientos previos al conflicto armado y, como era natural, todas las fuerzas políticas y sociales se aglutinaron firmemente contra “el enemigo”. Pero, ¿habló alguien de negociar una salida pacífica? No, que yo lo recuerde.
¿Qué pretendíamos con la guerra? ¿Anexar el territorio hondureño a El Salvador, o simplemente darles una lección por haber maltratado a nuestros conciudadanos? No logramos ninguno de los objetivos y perdimos una alianza con el país centroamericano con el que más nos parecemos.
Reflexionar sobre la violencia de la guerra representa un reto para quienes vivimos, en 1969, el contexto de guerra fratricida y hemos sido no solo testigos de esta realidad, sino sujetos sociales afectados profundamente por la misma.
El escribir sobre la guerra fratricida desde la comodidad de un escritorio enfrenta el doble reto de tratar de buscar explicaciones analíticas a la misma, a la vez que se da cuenta del nivel experiencial que esta representa para el país y la población.
Hoy, Honduras pasa, una vez más, por otro conflicto, esta vez interno, aunque tan devastador o tal vez más que el de 1969. En vez de que las fuerzas políticas salvadoreñas asuman posiciones a favor o en contra de los actores del drama hondureño, deben nuestras autoridades ver la forma de cómo ayudar a un pueblo que ha sido, es y será siempre hermano nuestro.
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