Escrito por Francis Zablah. Viernes 17 de Julio de 2009. Publicado por La Prensa Grafica.
No me gustaría ser abogado del diablo justificando o criticando las estrategias de una o ambas partes en la contienda que ha generado la crisis política hondureña.
Tampoco deseo evaluar la participación de mandatarios latinoamericanos y mucho menos intento juzgar la eficacia en las estrategias de los organismos internacionales que intervienen en la resolución de ese creciente conflicto.
Más bien el propósito de este artículo es reflexionar sobre la lección que deberíamos aprender del cuasi-neo-o total golpe de Estado, que a fin de cuentas ha expuesto las limitaciones de la democracia hondureña y de paso ha advertido sobre las similitudes del caso salvadoreño.
Así, independientemente del país, del jefe de Estado, de los excesos institucionales o del partido que llega al poder y luego desconoce a su funcionario, detrás de esta lamentable situación está la carencia de válvulas de escape para una oportuna y pacífica resolución de conflictos en la esfera política nacional del más alto nivel.
Es decir, en el istmo ¿cómo se le dice no a un presidente sin acarrear graves consecuencias? ¿Cómo se le investiga? ¿Cómo se le hace saber que la población no está de acuerdo con una política? ¿Cómo se le hace entender que no puede hacer esto, aquello o lo otro porque lo limita la Constitución? ¿Cómo se le recuerda que un país no es una finca? ¿Cómo se le hace saber que el pueblo ya no quiere que siga siendo presidente después de una mala gestión que aún no termina?... Cómo se hace todo eso en nuestros pueblitos sin tener que sacarlos del país en pijama. Esa es mi preocupación ante un suceso que podría repetirse en Honduras o en el resto de la región.
En las provincias centroamericanas, exceptuando a Costa Rica, instrumentos como el referéndum pueden servir de puente, que fuera de campaña proselitista, permita dialogar a los gobernados con el gobierno o como una medida que presione al cumplimiento de promesas electorales e incluso como una estrategia para legitimar decisiones que podrían garantizar la continuidad en el cargo del partido o del funcionario.
No se trata de preguntarle todo al pueblo, solamente aquello que rompe con la tradición, que está fuera de la cultura política imperante o que parece malo aunque sea bueno.
En resumidas cuentas, el quid de la crisis hondureña está en la incapacidad del régimen político de solventar eficazmente las diferencias entre poderes del Estado y en la imposibilidad de revocar el mandato presidencial a través del adelanto de comicios electorales para terminar el contrato de estos funcionarios o para convocar una asamblea constituyente.
Pero además, se trata de una disputa fronteriza que reclama a la democracia representativa (por considerar al voto como un cheque en blanco) y exige de la democracia participativa (que el pueblo tenga algo de poder aunque siga siendo víctima de caciquismos locales y nacionales).
Ante ello, deberíamos partir de que toda elección desde una mirada democrática elemental no es más que un transparente proceso de selección y contratación de empleados públicos, que cargan con la mayor responsabilidad en la administración estatal y cuya gestión debería ser evaluada permanentemente, identificando aciertos y desaciertos en la toma de decisiones que afecta la vida de sus empleadores.
Si bien es cierto los medios, organismos internacionales y empresas encuestadoras toman el pulso de la opinión pública y evalúan periódicamente la gestión gubernamental, sus resultados no son de carácter vinculante y por ello seguimos teniendo funcionarios (as) con sobrada certeza de cuándo comienza y termina su gestión, sin considerar la legalidad, legitimidad y ética de su actuación.
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