Comentarios mas recientes

2011/02/05

LPG-Malos tiempos para las dictaduras

 Faltaría ver si esta onda expansiva consigue que los dictadores latinoamericanos, que han mantenido vergonzosas alianzas con sus “colegas” africanos y orientales, se convenzan de lo inútil que resulta empeñarse en someter a sus pueblos.

Escrito por Federico Hernández Aguilar.05 de Febrero.Tomado de La Prensa Gráfica. 

 

Sin imaginarse que le quedaban menos de dos semanas en el poder, el ex dictador de Túnez Zine El Abidine Ben Ali aprovechó todavía el 52.º aniversario de la revolución cubana para hacerle llegar un caluroso saludo a su homólogo Raúl Castro. Según lo consignaron varios medios afines al oficialismo caribeño, Ben Ali “se pronunció a favor de fortalecer aún más las relaciones de amistad y cooperación” entre ambas naciones, e hizo énfasis en “el deseo de llevar a cabo acciones conjuntas al servicio de los intereses de los dos pueblos amigos”.

A pocos días de haber enviado ese mensaje, Ben Ali tuvo que abordar un avión rumbo a Arabia Saudita, repudiado por el mismo pueblo que había pisoteado por 23 años. La dictadura de este militar, que en 1987 había dado un golpe palaciego al decrépito Habib Burguiba (líder marxista de la independencia contra Francia y “presidente vitalicio” por nombramiento parlamentario), había terminado rozando el absurdo.

La segunda esposa del dictador, Leila Trabelsi, era la figura pública más odiada del país. Ella y sus hermanos habían saqueado el erario tunecino a manos llenas, aprovechándose del deterioro físico y moral que el cáncer de próstata había causado en Ben Ali, quien, incapaz de controlar la egolatría de su mujer, parecía dispuesto a dejar que ella se convirtiera en la primera presidenta de una nación árabe.

Con lo que no contaban Ben Ali y el clan Trabelsi era el nivel de desesperación del pueblo de Túnez, aquejado por los resultados de políticas expropiatorias y la implementación de cada vez más duras restricciones policiales. Cuando esa desesperación llevó a que un humilde vendedor de fruta, despojado de su mercancía por esbirros del régimen, se prendiera fuego ante la oficina del gobernador de su localidad, el principio del fin estaba señalado para la dictadura tunecina, que caería en menos de 30 días.

El derrocamiento de Ben Ali ha tenido numerosas repercusiones en todo el norte de África, y ha puesto en alerta a todos los dictadores vecinos. Los efectos de contagio más inmediatos y espectaculares han tenido lugar en Egipto, donde Muhammad Hosni Mubarak –sucesor del que fue Premio Nobel de la Paz, Anwar el-Sadat, asesinado en 1981– tuvo incluso que recurrir a la censura de internet y las amenazas con tanques para alargar en lo posible la agonía de su despotismo.

Conocida ya como la “revolución de los jazmines” –debido a que el jazmín es la flor nacional de Túnez–, esta oleada de alzamientos populares espontáneos va encontrando numerosos motivos para echar raíces, desde las atlánticas fronteras marroquíes hasta las costas yemeníes en el Mar Rojo, pasando por los míticos desiertos de Libia y las extensas llanuras de Sudán. Tiránicos en su mayoría, muchos de los gobiernos de África y Oriente Medio podrían estar a las puertas de un irreversible declive.

En Libia, el autonombrado “Líder Fraternal”, Muammar al-Gaddafi, que no desempeña ningún cargo oficial pero es (de facto) un autócrata, se apresuró a condenar las revueltas callejeras en Túnez para tratar de ganar distancia. Con cuatro décadas a la cabeza de un proceso dominado por el panarabismo, pero inclinándose últimamente hacia el pragmatismo geopolítico, Gaddafi tiene sobradas razones para temer su expulsión del poder, tal como él mismo hizo con el enfermo rey Idris I en 1969.

En Yemen, el desprestigiado régimen de Ali Abdullah Saleh, que desde la reunificación del país, en 1990, ha sido el gran conductor de los asuntos públicos, constituye la dictadura árabe más antigua, solo superada por la que acaudilla Gaddafi en Libia. Tras impedir, por vía legislativa, la participación de casi una treintena de candidatos opositores, Saleh fue “elegido” presidente de Yemen en 1999, y ha logrado mantenerse allí gracias a un referéndum, en 2001, y una fraudulenta reelección, en 2006. Hoy también podría tambalearse.

En Argelia impera, hace 12 años, Abdelaziz Buteflika, el último hombre fuerte surgido de la imparable guerra civil que ha marcado a ese país norafricano. Con tres comicios ganados al hilo, este líder de origen marroquí se ha hecho acreedor –tal como hasta enero pasado venía ocurriendo con su homólogo egipcio– del apoyo tácito de Estados Unidos, que lo consideran un valladar de contención de los movimientos islámicos argelinos.

Algo similar acontece con el monarca de Marruecos, Mohamed VI, décimo octavo miembro de la dinastía alauí que gobierna esta nación desde el siglo XVII. En una proporción que recuerda a su padre, Hassan II (fallecido en 1999), el rey actual ha sido visto por Occidente como un modernizador que mantiene a raya al islamismo radical, esfuerzo comparable al que viene realizando Abdalá II en el reino hachemita de Jordania, a pesar de las recientes protestas. En Líbano, las complejas tensiones internas se han manejado bien gracias a la distribución del gobierno por partida triple, entre cristianos maronitas, suníes y chiitas, lo que podría garantizarles una relativa estabilidad.

Siria mantiene un régimen presidencial hereditario, al mejor estilo cubano. Su mandatario, Bashar al-Assad, es vástago del desaparecido jefe del partido socialista Baaz, Hafez al-Assad, que soltó el poder solo cuando el corazón le dejó de latir, en el año 2000. Arabia Saudita, por su parte, funciona como una monarquía absolutista, en la que el rey Abdullah (uno de los 37 hijos que tuvo el fundador de la dinastía, Abdelaziz bin Saud) gobierna férreamente... con el Corán en la mano. El presidente del más grande país africano, Sudán, es Omar Hasan al-Bashir, que en 1989, previo golpe de Estado, inauguró un proceso de administración personalista, muchas veces denunciado por sus excesos y arbitrariedades.

Con matices o sin ellos, la “revolución de los jazmines” podría trastocar los delicados equilibrios políticos, étnicos y religiosos que en el último medio siglo han definido el Norte africano y el Oriente Próximo. Faltaría ver si esta onda expansiva consigue que los dictadores latinoamericanos, que han mantenido vergonzosas alianzas con sus “colegas” africanos y orientales se convenzan de lo inútil que resulta empeñarse en someter a sus pueblos.

Malos tiempos para las dictaduras

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.