Efecto inmediato de ese deterioro que subrayamos es la indisciplina que se ve proliferar en el ambiente, desde los niveles personales y familiares hasta los distintos planos institucionales.
Escrito por Editorial.25 de Febrero. Tomado de La Prensa Gráfica.
Diversos fenómenos y aconteceres de la vida cotidiana en el país ponen en creciente evidencia que hay un deterioro de las formas de conducta tanto en el orden institucional como en los ámbitos sociales más variados. Podemos poner al respecto infinidad de ejemplos, desde la forma en que se comportan los conductores del servicio público de transporte hasta las maneras de reacción de los funcionarios que ejercen responsabilidades en la Administración nacional, pasando por la tendencia a hacer desórdenes de calle para protestar por cualquier motivo y por la agresividad que prende en el ánimo de la gente ante la menor provocación. Todo esto es demostrativo de que la cultura ciudadana se ha venido descomponiendo al ritmo en que se aceleran procesos sociológicos y políticos que deberían haber sido conducidos y seguir siéndolo de una manera reconstructiva, en vez de dejar que asuman expresiones más bien destructivas.
Efecto inmediato de ese deterioro que subrayamos es la indisciplina que se ve proliferar en el ambiente, desde los niveles personales y familiares hasta los distintos planos institucionales. Se percibe en la calle, a cada paso, en hechos que parecen triviales pero que son muy expresivos de una realidad conductual generalizada: los peatones optan por cruzar las calles con riesgo de sus vidas en vez de hacer el pequeño esfuerzo de usar las pasarelas; los autobuses y los microbuses andan a la caza de pasajeros sin importar los peligros constantes que generan; con irresponsabilidad mucho más frecuente de lo que sería admisible, los proyectos de inversión pública se quedan a medias, y parte sin novedad; la práctica del ocultamiento y la trampa continúa tan campante, como se acaba de ver en el famoso caso de las “plazas nuevas” en la misma Asamblea Legislativa; y la enumeración podría ser interminable.
La indisciplina es la mejor aliada de la irresponsabilidad, y la irresponsabilidad es la cómplice más sumisa de la impunidad. Y todo esto tiene, en su base, un déficit de formación en valores que se hace cada vez más notorio y cargante. Cuando se habla de valores, se tiende ahora a poner el tema en una especie de limbo moral que está por encima de las realidades de la vida diaria. Nada más equivocado que ese enfoque, que además es interesado, porque también hay muchas formas de rentabilidad de la falta de valores en vigencia práctica. Los valores de los que hablamos son esos principios que deben aprenderse desde la cuna, en el seno de la familia, en las aulas de la escuela y en la convivencia social. Valores como el respeto, la honradez, la responsabilidad y el decoro.
Nuestra sociedad necesita, en todas sus áreas y expresiones, y de manera intensiva y suficiente, recuperar el espíritu formativo del carácter y de la voluntad, que no es una tarea científica, sino un desafío eminentemente humano. Por su propia índole, nuestra gente es receptiva si se le llega como debe ser. Eso hay que potenciarlo con el buen ejemplo y con las buenas costumbres. El deterioro ha llegado a niveles calamitosos, como se puede ver en el imperio antisocial que han establecido las maras; y por ello la recuperación de la normalidad generalizada de las conductas sociales es trabajo de largo aliento, que tiene que ser emprendido desde ahora mismo.
El buen ejemplo tendrían que darlo, en primer lugar, los liderazgos nacionales, que más bien han venido haciendo lo contrario: dar “cátedra” creciente de indisciplina y desorden de las emociones y de las acciones. Empezar por tal corrección es lo indicado.
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