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2011/02/28

El Faro-¿Quiénes son nuestros reos? - ElFaro.net

 A pesar de que las autoridades llevan años diciendo que desde las cárceles se ordenan muchos crímenes, nadie ha querido saber hasta ahora quiénes son los que están en las prisiones salvadoreñas. Nadie consideró que eso fuera necesario para diseñar políticas públicas y gobernar los penales. Ni siquiera hay certeza del número exacto de internos porque apenas ahora, por primera vez, se está elaborando un censo de población penitenciaria. En estas condiciones, la pregunta es pertinente: ¿Para qué sirve un carcelero ciego?

José Luis Sanz, Carlos Martínez y Roberto Valencia.28  de Febrero. Tomado de El Faro.

 

En la cárcel sucede seguido que un reo te mira fijamente a los ojos y defiende su inocencia; sucede que otro te asegura que le detuvieron por error; sucede que un tercero, la mirada clavada también, jura y perjura que sigue preso porque su caso se traspapeló. En El Salvador, el caos administrativo y las décadas de desprecio social y político hacia los privados de libertad hacen realidad todo eso. En las prisiones salvadoreñas cientos de reclusos se esconden bajo una identidad falsa y ha pasado que un hombre permaneció encerrado nueve años después de haber sido declarado inocente. Ni siquiera hay certeza del número exacto de reclusos que literalmente se amontonan en los penales. Las cifras oficiales son tan endebles que ni los miembros del gabinete de Gobierno ponen las manos en el fuego por ellas.

Cuando en los primeros días de enero el reo Jesús Rivas Salazar desapareció de la Penitenciaría Central La Esperanza (Mariona), el ministro de Defensa, David Munguía Payés, incapaz de creer que el perímetro de seguridad instalado por sus soldados hubiera fallado, echó balones fuera: “Ahí dentro no hay control, no hay forma de saber si se fugó. Pudo haber faltado desde hace un mes y ahora se dan cuenta”. El general, que en este gobierno tiene funciones similares a las del ministro de Seguridad, llamaba incompetentes a los carceleros del Estado.

Douglas Moreno, director general de Centros Penales desde junio de 2009, guardó silencio y encajó el golpe. La ausencia de Rivas Salazar se detectó la mañana del miércoles 5, pero las mismas autoridades del penal dan por hecho que el joven de 19 años no se fugó durante la noche de la celda de hormigón en la que convivía con más de 40 reos, sino que no llegó a entrar en ella. El cerco militar pudo haber fallado, pero también lo hizo el recuento de reclusos de la noche anterior. El martes 4, el penal salvadoreño que más reos alberga se había ido a dormir sin saber que le faltaba al menos un hombre.

En teoría, tanto en Mariona como en el resto de cárceles del país, cada noche un custodio cuenta uno por uno a los presos que entran en cada celda y coteja cifras con las tablas del debería, ayudado por un coordinador de planta: un reo elegido por el resto como su representante. “Eso es en teoría”, dice Manfred Chelenbarguer, jefe de operaciones de la Dirección General de Centros Penales (DGCP). En la práctica, los reos suelen tener más peso del que parece en la labor de recuento, según confirman diferentes ONG que trabajan desde hace años con reclusos. Los encargados de celda o los coordinadores de planta son los únicos responsables de comprobar que las celdas están vacías antes de que comience el recuento, y en el caso de que las cifras finales no cuadren es poco habitual que el procedimiento se repita completamente. Para una segunda revisión se suele confiar en la palabra de los internos.

“Cuenten de nuevo: ¿cuántos?”, pregunta un custodio. Desde dentro de la celda, una voz responde: “44”. Si esta cifra corrige el error anterior es probable que se transforme en número a lapicero sobre una libreta y el asunto quede zanjado. La escena la relata Marvin Amaya, director ejecutivo de la ONG Confraternidad Carcelaria de El Salvador, quien asegura que muchas noches ese 44 bajo el brazo del custodio seguirá una cadena de rutina que acabará haciéndolo oficial. Ese 44, salido de la boca de los mismos internos, será parte de una sumatoria que aparecerá en documentos sellados y que casi todos consideraremos verdad.

La fragilidad de la información del sistema penitenciario salvadoreño ha sido por años un secreto a voces, y va mucho más allá del recuento de presos. “En varias ocasiones hemos constatado que la Dirección de Centros Penales no tiene el control de las cárceles, y desconfiamos de sus datos por la experiencia que hemos tenido de ver el desorden en que muchos penales se manejan”, afirma Gerardo Alegría, procurador adjunto de derechos civiles de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH).

Cuando habla de datos, Alegría se refiere tanto a cifras básicas como el número de personas privadas de libertad, su estado de salud, o su perfil delictivo como a los indicadores que, se supone, deben servir para el análisis de la sanidad y eficiencia del mismo sistema: ¿Cuál es el perfil sicosocial de los internos? ¿Cuántos de ellos elevan su grado de escolaridad durante su estancia en prisión? ¿Qué porcentaje de casos goza de beneficios por buena conducta? ¿Cuál es el nivel de reincidencia, de reingreso a las cárceles?

Son datos que Douglas Moreno no tiene. Tampoco los tuvo nunca su predecesor, Gilbert Cáceres. Ni Jaime Roberto Vilanova Chicas, ni Ástor Escalante, ni Rodolfo Garay Pineda, quien estuvo en el cargo 15 años, entre 1989 y 2004. Aunque todos hayan presentado periódicamente informes y memorias con un puñado de cifras aproximadas y estimaciones, esos datos, en realidad, no existen.

La mayoría de información de la red penitenciaria se basa en el contenido de los expedientes únicos que, por ley, se abren cada vez que una persona entra a reclusión en una cárcel. El artículo 88 de la Ley Penitenciaria establece que el expediente debe incluir datos generales del reo y su familia, características físicas, sentencia o datos del proceso en marcha contra él, antecedentes delictivos y perfiles socioeconómico y sicológico, entre otros aspectos. De la actualiz ación periódica de esos expedientes en poder de cada penal, y de su sistematización, deberían salir los indicadores y las conclusiones a partir de las cuales el Estado elabora y evalúa su política carcelaria.

Entre 2003 y 2004 hubo un intento por carnetizar a la población interna, pero el esfuerzo quedó rápidamente desfasado y se vio superado por el aumento del número de presos. En la última década, en que la población reclusa ha pasado de las 6 mil 800 personas de 2000 a los casi 25 mil de la actualidad, nunca ha habido en el sistema penitenciario salvadoreño una tecla que pulsar para que aparezcan esos indicadores, ni un equipo humano preparado y suficiente para convertir en información útil las toneladas de papel –fichas, informes, diligencias, anexos– que se acumulan en los despachos y bodegas de las 19 cárceles del país.

Ástor Escalante, quien estuvo al frente de Centros Penales entre diciembre de 2004 y diciembre de 2006 y después fue viceministro de Seguridad hasta 2009, resta trascendencia al tema y asegura que tanto él como los anteriores directores generales tuvieron la información “básica” a su disposición, “suficiente para tomar decisiones importantes”. Admite que la falta de recursos, tanto de infraestructura como de personal, impedía mantener actualizados todos los expedientes, pero insiste en que ello no le impedía hacer su trabajo, que parece vincular directamente a la seguridad y estabilidad del sistema. “Lo que sabes cuando estás en el cargo te permite desactivar algunos conflictos… o disminuir el número de delitos que se cometen desde la cárceles… momentáneamente”.

Douglas Moreno, el hombre que tiene ahora la papa caliente de las cárceles en sus manos, le contradice. Asegura que, en su despacho de la colonia Guadalupe de San Salvador, ha estado casi ciego: “La información que había no servía... la consecuencia es que violamos totalmente la ley (penitenciaria), que nos manda clasificar a los internos según sus perfiles. ¿Cómo vamos a hacer eso si no hay información para construir esos perfiles?”.

Cuando la actual administración tomó posesión en junio de 2009, en el penal de Mariona –por poner solo un ejemplo–, miles de esos expedientes estaban apilados en el suelo de un pasillo, a unos metros del patio en el que cada día parqueaba su furgoneta el director del penal, que no podía evitar verlos al caminar hacia su despacho. Ahí, en un rincón, desordenados, se mezclaban los historiales de quienes estaban en el penal y de otros que, tras cumplir su pena, ya lo habían abandonado. Algunos pertenecían a reclusos muertos hacía seis años. Muchos de los expedientes, según asegura José Luis Rodríguez, responsable de las estadísticas de la DGCP, estaban incompletos y no incluían siquiera copia de la sentencia del reo.

¿Información? ¿Para qué?

Juan Francisco Durán Turcios es pandillero de la Mara Salvatrucha que el 17 de abril de 2000 entró al penal de San Vicente mientras se le procesaba en un juzgado de Usulután por lesiones graves y en otro de Zacatecoluca por violación. En los meses siguientes rebotó a los penales de Usulután e Ilobasco. En este último participó en una riña en julio de 2001 y un expediente fiscal por lesiones se unió a su historial.

En realidad, en el momento de la trifulca Durán ya debía haber estado libre. Dos meses antes, en mayo, había sido absuelto tanto del delito de lesiones como del de violación, pero el segundo juez no dio orden de libertad, desconocedor del fallo del primero. Tampoco el juez de vigilancia asignado a su caso cruzó las dos sentencias. Tal vez nunca las recibió. Y en Ilobasco, si es que se recibieron, nunca se incorporaron a su expediente único. Tras la riña, Durán fue trasladado a Sensuntepeque y de allí a la cárcel de Apanteos. Ya era septiembre.

El expediente por lesiones fue archivado por la Fiscalía el 9 de enero de 2002 pero, de nuevo, nadie notificó al centro penal ni levantó una voz por el caso. El hombre tenía ya 21 meses preso, a pesar de haber sido absuelto de todos los cargos.

Durán fue trasladado al penal de Ciudad Barrios en 2004, con cuatro años de cárcel a sus espaldas, y allí debió lograr que alguien le escuchara, porque entre 2006 y 2007 de esa cárcel salieron hasta cuatro solicitudes de información al tribunal de Zacatecoluca, todas sin respuesta. Durán sumaba siete años en prisión. El caso reposó hasta que las nuevas autoridades del penal lo retomaron en enero de 2010 y, después de cinco meses de gestiones, lograron reunir las sentencias y resoluciones que aclaraban lo sucedido. Juan Francisco Durán Turcios fue liberado el 19 de mayo de 2010. Nueve años después de ser declarado inocente.

Según el expediente de la PDDH, a Durán le llamaron en la cárcel “loco y mentiroso” por reclamar durante años atención a su caso. Ahora Centros Penales y la PDDH se disputan el mérito de haber descubierto y gestionado su libertad. Nueve años después.

La ceguera institucional tiene efecto todos los días en lo que a la luz del día sucede en los patios carcelarios. En la era de Facebook, los familiares de reos de Mariona tienen su propio canal en Youtube en el que denuncian con videos grabados por los mismos reclusos, las malas condiciones de vida en el penal, pero hasta hace unas semanas los expedientes únicos de los internos no tenían ni siquiera foto. En su lugar, tras las páginas reservadas para los datos procesales del reo, dos hojas de papel recogían una especie de detallado test visual en el que algún funcionario de prisiones había marcado pequeños cuadros con una x: ¿Orejas? Grandes o pequeñas. ¿Cejas? Arqueadas, delgadas o pobladas. ¿Color de ojos? Azules, verdes, negros, marrones, café… ¿Forma del rostro? ¿Cabello? ¿Frente? ¿Boca? ¿Pómulos?

Guillermo García, que cumplió pena en la década de los 90 en Mariona y hoy preside la Asociación de Ex Internos Penitenciarios, relata cómo es la vida en ese mundo de expedientes sin fotografías. Dice que por años ha sido una práctica habitual que, sobre todo en las cárceles más pobladas, los reclusos se presenten unos en lugar de otros a ciertas diligencias procesales o a ruedas de reconocimiento. “Me llaman a mí y acudes tú. Así, engaño al juez, o al testigo y a la víctima”.

Incluso si descartamos la posibilidad de que haya corrupción y complicidad de los custodios, ningún guardia va a recordar rostro y nombre de 2 mil o 5 mil internos. Y por sobrecarga de trabajo no se acostumbra a cotejar las huellas dactilares del reo, olvidadas en el papel de su expediente. De todos modos, aun en el caso de que alguien encontrara el expediente correcto en una montaña de papeles, ningún funcionario en todo el sistema penitenciario tenía la formación necesaria para cotejar huellas a simple vista.

“A los internos se les ha manejado como simples números”, dice Marvin Amaya. Números que fallan y cuyo nombre, hasta el momento, no ha importado demasiado al sistema de justicia. Amaya asegura que es muy habitual que delincuentes de bajo perfil den nombres falsos a la Policía en el momento de la detención, a fin de mantener limpia su hoja de antecedentes o de encarar su proceso judicial y el posible encierro sin la sobrecarga de la reincidencia.

A finales de 2010, Centros Penales detectó a 170 reos con nombres falsos en Mariona. Los casos afloraron casi por casualidad: en el proceso de reordenamiento de los expedientes únicos y en un intento por retomar buenas prácticas, el equipo técnico del penal pidió al Ministerio de Educación la lista de los últimos titulados en primaria, secundaria y bachillerato a fin de incorporar sus diplomas de estudio al historial carcelario. Los expedientes de 170 no aparecieron. Literalmente no existían en el registro del penal. Interesados en conservar el título y sabedores de que Educación y Centros Penales no cruzan desde hace años sus listas, para los diplomas los reos sí habían dado sus nombres verdaderos.

Es solo parte del anecdotario de una red de instituciones –centros penales, juzgados, consejos criminológicos, PDDH…– desbordada por el volumen de trabajo y por inercias de negligencia e ilegalidad. Aunque tanto las autoridades del penal como el juez de vigilancia penitenciaria asignado deberían promover de oficio la evaluación de posibles beneficios penitenciarios para los presos que cumplen la mitad o dos terceras partes de su condena, en la práctica los plazos duermen hasta que alguien decide sacarlos del letargo.

Marvin Amaya asegura que, al menos hasta la depuración realizada el año pasado, numerosos funcionarios de prisiones cobraban a los reclusos a cambio de abrirles paso burocrático a la fase de confianza. Defensores de derechos humanos, reos y autoridades coinciden en que hay abogados que se lucran prestando servicios jurídicos que no consisten más que en hacer el reclamo formal de los derechos de personas sepultadas bajo el papeleo del sistema.

Aída Santos de Escobar, directora del Consejo Nacional de Seguridad Pública y por años jueza de ejecución de penas a menores, acepta la displicencia de los jueces. “Cuando el juez de vigilancia penitenciaria tiene acceso a un reo es porque el interno logró un abogado que le moviera el caso, cuando en realidad el juez debería ver de oficio cuándo el reo ha cumplido la mitad o las dos terceras partes de pena”, dice.

Gerardo Alegría, de la PDDH, es más rotundo: “Yo pongo en duda si en este país los jueces juzgan realmente a quien creen que están juzgando o si ponen en libertad a quien deberían poner en libertad.”

Las primeras luces

En una oficina de San Salvador, el encargado de estadísticas de Centros Penales, José Luis Rodríguez, teclea un nombre y en la pantalla aparece la fotografía de un hombre robusto, con un pequeño bigote y dos letras tatuadas en la frente. Debajo se lee parte de la ficha de un preso. Aunque el expediente no está completo, la novedad es que se trata de información tomada en tiempo real del registro del penal de Mariona.

Desde finales de 2010 la DGCP está informatizando e interconectando las bases de datos de todas las cárceles del país. Un equipo de unas 40 personas se desplaza a cada penal, quita el polvo de expedientes, digita su contenido en una computadora, registra los vacíos de información y toma a los reos correspondientes una fotografía digital y nuevas huellas dactilares, esta vez con un sistema de reconocimiento electrónico que Centros Penales compró en 2007 pero que no había usado hasta ahora.

De momento solo han alcanzado a sistematizar los datos de ocho centros –Apanteos, Ilopango, Mariona, San Miguel, San Vicente, Sensuntepeque, La Unión y Usulután–, pero la intención es incorporar a toda la población penitenciaria en pocos meses, hasta completar sus expedientes. Con ello, las autoridades esperan matar una bandada de pájaros de un tiro: podrán tener cifras actualizadas de la población reclusa y su perfil; podrán evaluar la idoneidad y el funcionamiento de los planes educativos o de trabajo carcelario; podrán detectar los internos que han cumplido los plazos que permiten optar a beneficios penitenciarios, o que han cumplido los dos años de detención provisional que fija como límite la ley. Con ello esperan poder aliviar en parte la saturación de las cárceles.

Rodríguez reconoce que no todo va sobre ruedas. Pese a la informatización del sistema, su equipo mantiene la rutina de llamar cada noche uno a uno a todos los penales para que reporten el recuento de presos, y en aquellos que ya están en red es habitual que la cifra no coincida con la que esos mismos penales han tecleado en sus computadoras. En el sistema carcelario pervive un sensible clima de ineficiencia y sospecha.

Sin embargo, con dos tercios de la población reclusa incorporada a la base estadística, ya se vislumbran algunos datos parciales que en algún momento se completarán y se pretende que estén en actualización constante. Un 67.7% de nuestros presos adultos tiene menos de 35 años; solo un 17% tiene estudios de bachillerato y un 1% completó la universidad; un 6% son analfabetos; el 21.7% purga pena por homicidio; y, en contra de lo que cabría esperar, las cifras preliminares hablan de solo un 6% de reincidencia.

Falta saber cómo afectará a estos números el conteo en el resto de penales, especialmente aquellos que concentran a los casi 9 mil pandilleros presos y que podrían alterar dramáticamente algunas variables. Aun así, si damos por bueno ese perfil preliminar, con una población reclusa muy joven y que en abrumadora mayoría cumple su primera condena, parece inevitable preguntarse por las posibilidades de reinserción que permite o promueve el sistema penitenciario. Lo que de nuevo nos lleva al círculo vicioso de la información disponible sobre cada reo.

Gerardo Alegría recuerda que cuando una persona ingresa a un penal se debería establecer para ella, de inmediato, un programa de rehabilitación. Para hacerlo es necesario evaluar al reo, sus delitos, sus condiciones de vida, las probables causas para delinquir, conocer su contexto social y diseñar el plan de readaptación. “Que haya una estrategia para tratar a cada persona, de manera individualizada, no solo según el delito que cometió”, aclara Alegría. Las evaluaciones deberían tomar en cuenta si el reo se sometió a un tratamiento y lo cumplió, si tiene algún desorden siquiátrico…

Sin embargo, como prueban una vez más los vacíos en sus expedientes penitenciarios, la mayoría de reos del país pasan lustros sin sentarse delante de un sicólogo. “Si estás tranquilo y no das problemas, no ves a un sicólogo hasta que cumples las dos terceras”, dice Marvin Amaya.

Sobre las posibilidades de construir planes de reinserción diseñados a la medida, Douglas Moreno prefiere reírse un poco y volver a lanzar preguntas: “¿Cómo voy a culpar a los consejos técnicos si ellos dependían de autoridades generales? ¿Cómo iban a recopilar esa información 12 o 13 personas en penales con miles de internos?”

Zacatecoluca, el penal de máxima seguridad y uno de los más modernos del país, tiene un sicólogo para unos 370 internos. Mariona tiene tres, pero han de atender a más de 5,300 reclusos. Aunque desde hace algunas semanas está abierto un proceso de selección y contratación de 150 personas entre sicólogos, trabajadores sociales y abogados para conformar nuevos equipos técnicos en los penales, llenar esas plazas está resultando más difícil de lo esperado. Se trata de un trabajo complejo que exige un alto nivel de especialización. Y muchos de los que podrían hacerlo tienen miedo de trabajar en las cárceles.

Ante la evidencia, Ástor Escalante hace un intento de autocrítica: “El sistema penitenciario jamás ha sido un punto de agenda de país, y nunca ha tenido los recursos suficientes para hacer un adecuado trabajo de reinserción, nunca”, pero insiste: “La pregunta es qué información requerís del sistema penitenciario para tomar según qué decisiones. Yo, con la información que el sistema tiene en la actualidad, podría tomar decisiones”.

Total, se podría inferir de su respuesta, para tener a la gente encerrada no necesitas saber quiénes son.

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