Decía el político español Enrique Mujica Herzog que “la democracia no es el silencio, es la claridad con que se exponen los problemas y la existencia de medios para resolverlos”. Alguien más decía que “a la democracia hay que tenerle paciencia”. Ambos pensamientos nos invitan a reflexionar sobre el país que queremos y el esfuerzo que debemos hacer para alcanzar un estado ideal de desarrollo político, donde imperen la libertad individual, el crecimiento con equidad, la justicia social y la igualdad de oportunidades.
Escrito por Juan Héctor Vidal.21 de Febrero. Tomado de La Prensa Gráfica.
Por casi tres décadas, los salvadoreños hemos venido realizando esfuerzos en esa dirección. Todo indica, sin embargo, que estamos muy lejos de aproximarnos a ese ideal y todavía más, de entender su verdadero significado, acaso porque nuestras expectativas corren más de prisa que el logro efectivo de las aspiraciones individuales y colectivas como las que supone toda democracia funcional. La ausencia de avances significativos en aquellos campos termina por generar dudas sobre un sistema que, si bien no es la panacea para resolver la miríada de problemas que nos afectan, ofrece espacios insospechados para la transformación de la sociedad se de sin los traumatismos que normalmente acarrea la presencia de gobiernos despóticos. Creo que lo que está ocurriendo en el Oriente Medio dejará grandes lecciones.
Pero en nuestro caso también hay expresiones de que no lo estamos haciendo del todo bien. Una encuesta reciente del periódico digital El Faro revela una fuerte inclinación de los entrevistados hacia la instauración de un gobierno autoritario. Subyace en esta reacción frente al orden establecido, la creencia de que la seguridad, la economía e incluso la administración transparente de los recursos públicos estarían mejor garantizados bajo un régimen como los que campearon en el país, por más de cincuenta años.
Esto implica aceptar que las instituciones en que se asienta la democracia no gozan de credibilidad para amplios segmentos de la población. Ello se explica en buena medida por qué los espacios que el mismo sistema ofrece para potenciar el cambio –particularmente en lo concerniente al progreso en un ambiente de libertad– son permanentemente utilizados para torpedear iniciativas que vayan en esa dirección.
Hay ciertas realidades que no dejan sombra de duda sobre ello. La clase política, para el caso, no da muestras de un comportamiento consecuente con la situación general que vive el país, donde la delincuencia desbordada y los grandes problemas económicos y sociales son orillados, mientras hace de los recursos públicos una verdadera piñata. Ese comportamiento enciende pasiones y da paso a exigencias sociales, fuera de toda proporción.
Tampoco es expediente para cimentar las bases del desarrollo económico y social, la permanente disputa entre el Ejecutivo y las gremiales empresariales, especialmente en torno a un tema que, como el fiscal, debería manejarse con visión compartida y de largo plazo. Razón tiene la empresa privada de martillar sobre la austeridad y la transparencia en el manejo de los recursos públicos, como creo que también la tiene el gobierno al clamar por un mayor compromiso tributario a fin de evitar un colapso fiscal que tendría graves consecuencias políticas y sociales.
El señor fiscal general, que por cierto no es muy dado al protagonismo mediático, también se refería uno de estos días a la intolerancia que se está apoderando de la sociedad salvadoreña, cuando tiene ante sí enormes desafíos que, de no enfrentarse adecuadamente, pueden dar origen a una involución en nuestro incipiente proceso democrático.
Seguramente muchos estarán de acuerdo con que la democracia, igual que el desarrollo económico, social y cultural, no ocurre por generación espontánea. Avanzar en estos campos supone un esfuerzo concertado y un compromiso genuino –que en todo caso imponen sacrificios– en beneficio del bien común. Mantener el status quo, en cambio, solo es cuestión de que sus principales actores le nieguen una oportunidad a la mayoría.
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