Luis Armando González.23 de Febrero. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR-El Salvador urge de redefiniciones drásticas en las formas de gestionar su economía, su política, su cultura, sus recursos naturales y, en definitiva, su sociedad. Graves deficiencias en esas formas de gestión –no de ahora, sino de larga data— han traído consigo una acumulación de males estructurales que ahogan las posibilidades de tener un país más acogedor para sus habitantes.
Superar esos males estructurales no es asunto de un gobierno o de un partido –ni de una o dos gestiones gubernamentales—, sino de un esfuerzo sostenido en el tiempo y en el cual deben conjuntarse las mejores y más amplias energías nacionales. La tan proclamada, pero nunca puesta en práctica, “visión de país” se impone como un desafío a toda persona o grupo cuyas vidas y actividades se realizan en El Salvador.
En este marco, el sector empresarial –en toda su diversidad— tiene un importante papel que jugar. Negar la contribución que el empresariado puede y tiene que dar al desarrollo de El Salvador –o de cualquier otra sociedad—es una necedad imperdonable.
El problema, sin embargo, es si el sector empresarial salvadoreño, especialmente el que concentra más poder económico, está dispuesto a sumar sus esfuerzos al propósito de superar los males estructurales que nuestro país ha acumulado a lo largo de su historia. Es decir, el asunto medular aquí es si el sector empresarial salvadoreño está dispuesto asumir una “visión de país” y a actuar en consecuencia.
No se habla aquí de “responsabilidad social empresarial” o de compromisos equivalentes que, aunque legítimos, responden a la buena voluntad de quienes los llevan adelante. De lo que se habla más bien es de obligaciones ineludibles, pues la conquista de una sociedad mejor para todos y todas no debería ser una asunto de buena voluntad –por más que la buena voluntad cuente—, sino de un imperativo ético-moral inapelable.
Es un salto de calidad que el sector empresarial salvadoreño debería de dar, si quiere sumar sus energías a la construcción de un mejor país. No es un salto fácil, sin duda alguna. Y es que supone romper con algunas señas de identidad fuertemente arraigadas en el imaginario del empresariado, y que son un grave obstáculo para que éste se conciba de una manera distinta a como se ha concebido y se concibe en la actualidad.
Una de estas señas de identidad, ciertamente nociva para el fomento de un empresariado moderno y a la altura de los desafíos nacionales, es la concepción del sector empresarial como el eje central –y muchas veces, exclusivo— del desarrollo económico y social del país.
Esta visión tiene raíces oligárquicas y se remonta a la época en la cual unas cuantas familias controlaban la economía y la política, y en virtud de ese poder decidían a su antojo los rumbos de El Salvador –rumbos que no eran otros que los de sus particulares intereses—.
Aquí no había “visión de país”, sino “visión hacendataria”: el país era la gran hacienda de las familias oligárquicas que podían hacer con sus recursos –humanos y naturales—lo que les viniera en gana. Militares y curas eran el complemento de ese poder oligárquico, sirviendo –con el fusil y con la cruz— a su ejercicio y reproducción.
Esta visión oligárquica germinó al cierre del siglo XIX y principios del siglo XX y, pese al tiempo transcurrido, todavía continúa arraigada en el imaginario de algunos de los sectores empresariales más poderosos del país –cuya filiación con la oligarquía cafetalera tradicional es a estas alturas bastante tenue, aunque algunos apellidos otrora importantes resuenan aun en sus filas—.
Desde mediados del siglo XX se definieron como el “sector productivo”, con lo cual dejaron fuera del esfuerzo económico a los trabajadores y al Estado, cada uno de los cuales aportaba lo propio para que las élites económicas acumularan enormes cantidades de riqueza en sus manos. Con las reformas neoliberales de los años noventa, el aparato estatal fue copado por figuras salidas de las filas empresariales o dispuestas a seguir el juego de hacer del Estado un bastión de la élite empresarial, es decir, de los ricos más ricos de El Salvador.
Lo anterior hizo más firme la convicción empresarial de ser el centro del país. Se trata de una convicción que llega hasta ahora. Y al concebirse de esa forma, los sectores empresariales esperan –al igual que en el pasado— que todo gire en torno a ellos y que sus opiniones y decisiones sean acatadas sin discusión alguna por el resto de actores sociales y políticos.
Tan firme es el sentido de su ascendencia social que la soberbia, el desaire y las amenazas veladas –en otro contexto, seguramente serían abiertas— salen a relucir tan pronto se las ven con alguien que no se muestra dispuesto a seguir sus lineamientos en materia económica.
Esto es lo que se está dando en estos momentos, en el marco del debate por el pacto fiscal propiciado por el gobierno del presidente Mauricio Funes. Los sectores empresariales más poderosos se resisten a ser vistos como un sector más, junto con otros sectores igualmente importantes para el desarrollo económico.
Se resisten a aceptar que desde el Estado emane una estrategia de desarrollo económico –dentro de la cual un sistema fiscal progresivo ocupa un lugar esencial— que no los tenga como destinatarios privilegiados, como siempre sucedió en anteriores gobiernos. Pretenden, en virtud de su convicción de ser lo central y más importante de la sociedad, ser ellos los que dicten las reglas del quehacer económico tanto en el ámbito privado como en el ámbito público.
No quieren entender que si quieren contribuir a la construcción de un país mejor –menos violento, menos vulnerable, más inclusivo y más justo— deben dejar atrás la autopercepción de preeminencia social, económica y política que tradicionalmente los ha caracterizado.
Hace treinta o cuarenta años –y de ahí hacia atrás— era fácil que la mayor parte de sectores sociales aceptaran que la clase empresarial estaba por encima de todo y que su palabra e intereses eran inobjetables e inapelables.
Las cosas han cambiado drásticamente en El Salvador desde 1980 hasta el día de ahora. Las creencias democráticas, aunque con dificultades, se han abierto pasto en la sociedad y lo seguirán haciendo; y a la luz de estas creencias ningún individuo o grupo puede abrogarse superioridad alguna –y por tanto consideraciones especiales— sobre los demás.
Así que, por más importe que sea la contribución empresarial al desarrollo económico y social, la misma no debe suponer otorgar a los sectores empresariales preeminencia y prerrogativas que los pongan por encima del resto de la sociedad, de las leyes y de la justicia. Que la clase empresarial haga lo propio para concebirse como un sector que, junto con otros, debe aportar su esfuerzo a la construcción de un mejor país es parte de su propia responsabilidad.
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