Escrito por David Escobar Galindo.14 de Febrero.Tomado de La Prensa Gráfica.
La política en nuestros días ya no podría aguantar un formalismo de cartón como el que escenificaban señores decimonónicos como Nixon y Brezhnev, desde sus despachos de la bipolaridad crepuscular.
Es cada más evidente que hemos entrado en una época en la que nada de lo que le pase a alguien puede ser ignorado por los demás. Y esto, dicho no en función de los pequeños vecindarios, donde eso siempre ha ocurrido, sino en el ámbito del mapamundi, donde lo que prevaleció desde siempre fue el factor aislante de las fronteras. A este nuevo fenómeno le llamamos globalización, que es en realidad el aprendizaje compartido de los mundos intercomunicados. Aquello de Primer Mundo, Segundo Mundo, Tercer Mundo, Cuarto Mundo… es hoy nomenclatura inservible. Todos los mundos coexisten en todos los lugares. La globalización, por su propia índole de ventilación constante, ya no admite cámaras sagradas ni suburbios invisibles. El aire del tiempo lo va penetrando todo, y lo va dejando todo a la luz.
La globalización no sería posible, o, al menos, no produciría todos los efectos que está produciendo sin la “revolución de las teclas”. La intercomunicación virtual es hoy el pan de cada día, y en muchos sentidos más accesible que el pan que se come. La era del twitter y del facebook se va transfigurando en cada amanecer, y nunca sabemos qué novedad tecnológica aparecerá mañana a primera hora. En todo caso, la nueva deidad empoderada por el tiempo se llama Innovación. Y también se está innovando en el ejercicio del fenómeno real, especialmente en el sentido de que ahora ya no hay fortificaciones invulnerables de ningún tipo: todo está expuesto a ser escrutado por la realidad, y los escrutinios son aceleradamente cambiantes, porque la realidad también lo es, y en una magnitud sin precedentes.
Esto se ve también en la política. Qué inverosímiles resultan los tiempos en que el destino de la humanidad dependía de un teléfono rojo. Hoy, el mismo concepto de teléfono ha hecho un giro irreconocible. La política en nuestros días ya no podría aguantar un formalismo de cartón como el que escenificaban señores decimonónicos como Nixon y Brezhnev, desde sus despachos de la bipolaridad crepuscular. La política es, en la incipiente era de la globalización, un ejercicio reciclador de paradigmas, en prácticamente todos los órdenes: desde las ideas hasta las estrategias, desde las actitudes hasta los métodos. No es casual, entonces que, a lo largo y ancho del mundo, las organizaciones partidarias y los liderazgos actuales parezcan de pronto irremediablemente obsoletos y por ende insufriblemente ineptos.
Los acontecimientos en el mundo árabe grafican la novedad de los vientos que soplan. Y que esto esté pasando en una de las zonas culturales con más resguardos tradicionales agrega simbolismo a los hechos. No son situaciones aisladas, aunque, como es natural, cada caso tenga sus diferencias específicas. Se trata de una onda de coherencia más profunda: no es impulso hacia los fundamentalismos religiosos, sino reclamo de libertades modernizadoras; no es estrategia de grupos anquilosados, sino animación de juventudes que exigen realidades que las representen; no es apetito de revolución, sino anhelo de evolución. Y Occidente también debe aprender, de una vez por todas, la lección implícita: ya no seguir apoyando como bueno todo lo que presuntamente le favorece, y pasar a potenciar como saludable sólo lo que objetivamente lo es.
En Egipto, donde la energía popular demuele al régimen petrificado, el Jefe de Conservación Arqueológica aseguró en su momento que, luego del asalto al principal museo de El Cairo, todas las momias estaban a salvo. Todas, menos Hosni Mubarak, habría que acotar, porque él ahora sólo podría estarlo en el museo de lo que fue y ya no es. Pero este no es un fenómeno aislado: las momias que quieren seguir conduciendo la vida están en crisis en todas partes. Y la democracia es la máquina succionadora de sus escombros, para ir limpiando los espacios de la realidad presente y futura. La globalización, sin proponérselo de manera programática, porque no es un programa sino una energía expansiva, tiene función democratizadora por consecuencia natural, con lo que parece estar asegurada la irradiación de este efecto liberador.
Es cierto que quedan significativos ejemplos de regímenes esculpidos en piedra; pero también lo es que esas estructuras pétreas son cada vez más porosas. La realidad actual ha inaugurado su propio museo, que va siendo enriquecido día tras día también con lógica de abastecimiento global. La globalización, pues, no es una operación comercial ni una difuminación abstracta: es el reconocimiento histórico que la historia contemporánea hace de sí misma, a partir de un acto de humanización que constituye, en esencia, un acto de contrición. El ser humano vuelve a hacerse oír en los planos universales. No la multitud, sino el ser humano. Afirmar esto pudiera parecer una divagación poética más que un juicio de valor. Pero aquí hay que recordar lo que escribió una vez José María Vargas Vila, el gran Olvidado: “…la Poesía, es el alma verdadera de la Historia”.
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