René Martínez Pineda (Coordinador del M-PRO-UES).23 de Febrero. Tomado de Diario Co Latino.
Pero, de alguna forma, por alguna razón, dentro del amplio espectro de fuerzas sociales -que por la represión y el fraude electoral se apilaron en la oposición política, en la década de los 70s- se empezó a diferenciar, desde el inicio de la guerra, una “línea revolucionaria” gestada por varios grupos político-ideológicos que, con distintos discursos, exigían la autoría intelectual y material del proceso liberacionista, dentro de los que cabe recalcar a los más simbólicos: el retórico-conspirativo y el social-militar. Ambos, por vías distintas sostenían la tesis de un marxismo revolucionario (colosal tautología) encarnado en la estrategia y táctica de lucha, tanto del movimiento social como de la guerrilla. Como caso sui generis, el movimiento social (teorizado como movimiento de masas) se constituyó en una fuerza formidable, hasta el punto que en las décadas de los 70s y 80s fue considerado el más trascendente y masivo de América Latina, teniendo como cúspide enero de 1980 cuando movilizó –con ánimo insurreccional- a unas 250 mil personas en San Salvador, bajo la bandera de la Coordinadora Revolucionaria de Masas –CRM- perdiéndose ahí la primera situación revolucionaria con posibilidades objetivas y subjetivas de toma del poder.
Pero, debido a que el accionar de los partidos revolucionarios, poco a poco, se volvió más táctico que estratégico, se gestó en el seno del proceso organizativo una forma irregular de potenciar la teoría en la práctica, y no se logró ejercer una influencia estructural sobre el desarrollo del movimiento popular -de los trabajadores, en particular; de las masas, en general- pues, de haberla tenido, el movimiento hubiera construido su propia soberanía y, autónomo, se habría mantenido en la década de los 90s e inicios del siglo XXI; hubiera seguido siendo el constructor-protagonista de la realidad después de los acuerdos de paz, y, por ejemplo, hubiese sido capaz de frenar –con la misma combatividad con que luchó por el diálogo-negociación y por el presupuesto universitario, en los 80s- las infames privatizaciones impulsadas por la burguesía, las que, en efecto, disminuyeron nuestra calidad de ciudadanos, en una sociedad en la que reina la injusticia social y el pillaje empresarial exento de impuestos.
Sólo así se explica el perfil pasivo (más allá del rojo sentimiento de pertenencia que tenemos) que tuvo el partido guerrillero, después de la guerra, frente a varias situaciones revolucionarias explosivas que dejó pasar, tal como la privatización de la energía eléctrica y el aumento en la edad de jubilación sin importar los años de trabajo, por mentar las más ardientes. Lo anterior significa, en mi opinión, que el partido de izquierda no tenía ni trazados ni resueltos los líos vitales que la organización teórico-política del proletariado y la formación ideológica del estudiantado universitario (junto a la concientización del que he llamado “proletariado perfumado”) deben resolver para realizar sus objetivos; en primer lugar, el problema de la “disyuntiva de clase”, que es tal porque muchos han sucumbido al fraude ideológico del “fin de la historia” y, por tanto, del “fin de la lucha de clases”, la que ha sido suplantada por la lucha de consumidores, y justificada, teóricamente, con el pueril y etéreo concepto de “clase media” que, como sector, no está en medio de la distribución de los ingresos. Y es que si –ignorando la historia y los indicadores económicos- negamos la existencia de la lucha de clase; si seguimos creyendo –como nos han hecho creer, o como no podemos remediar- que la gente le teme al socialismo o al concepto revolución, las preguntas son: ¿de qué sirvió entonces la guerra? ¿Significa que, como partido revolucionario, la labor de concientización, mente por mente, ha sido deficiente o incorrecta? ¿Dónde quedaron “los muchachos” con que, con cariño cierto, la gente se refería a nosotros en la guerra? ¿Cuál es la diferencia ideológica del pueblo salvadoreño con los pueblos de Ecuador, Bolivia o Venezuela que no han vivido una guerra civil de la magnitud de la nuestra?
Después, pero casi al unísono, está el problema del programa del partido como lo alterno y dirruptivo; y, finalmente, el problema de la ideología revolucionaria como imaginario social del cambio; el tema del liderazgo como lo carismático-natural, no como lo vertical-oficial, sobre todo en el sentido de no confundir “popularidad” con “popular”; está el lío de la moral revolucionaria; el quebradero de cabeza de la estrategia y táctica a usar para no caer en el juego del electorerismo, o en el continuismo de las mañas patentadas por la derecha, las que, paradójicamente, algunos grupos que se definen de izquierda reproducen en su cotidianidad. Como ejemplo de lo último tenemos sindicalistas malversando los fondos del gremio; asociaciones estudiantiles vendiendo sus votos en las elecciones internas en la universidad pública; funcionarios de izquierda abusando del poder, por mencionar lo primero que se me vino a la mente. La solución de esos problemas de segundo nivel, lleva a estrechar en torno al proletariado las fuerzas que, natural e históricamente, son sus aliadas en la lucha contra el Estado-nación capitalista, en función de acompañarlo en la conquista del poder político.El capitalismo es, indudablemente, el factor esencial en la realidad salvadoreña y la fuerza que, subsumiéndolo todo, prevalece en la determinación de su desarrollo. De ese hecho fundamental, deriva la consecuencia de que no existe en El Salvador posibilidad de una revolución que no sea la socialista, lo que, en el comportamiento social cotidiano, parece encarnar el miedo a la muerte, en el sentido que cualquier trascendencia, positiva o negativa, implica explorar lo desconocido permitiendo la muerte de lo conocido, y eso siempre se traduce en miedo popular cuando la ignorancia es el patrona del simbolismo. Pero, el miedo es un constructo social, es un producto cultural, por tanto, dejar de sentirlo es, también, un acto sociocultural que debe ser asumido por quienes se ponen a la vanguardia del proceso histórico, pues, de no hacerlo, no son vanguardia.
En el capitalismo, la única clase que puede hacer una transformación social, real y profunda, es la trabajadora –o sea el proletariado- ya que sólo ella es capaz de traducir en actos concretos y corajudos los cambios económicos y políticos que son necesarios para que las energías del país tengan libertad y posibilidad para su desarrollo total. Pero, la forma en cómo la clase trabajadora realice su función revolucionaria, se halla en relación directa con el grado de desarrollo del capitalismo en el país y con la estructura social que le corresponde.
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