Desde luego, no es válido el argumento de quienes objetan el endurecimiento de las penas aduciendo que esa medida no resuelve el problema de la criminalidad.
Escrito por Joaquín Samayoa. 17 de Febrero. Tomado de La Prensa Grafica.La criminalidad es un fenómeno sumamente complejo, con sus propias peculiaridades en cada contexto social. No es posible demostrar de manera inobjetable la eficacia relativa de cada una de las estrategias que se emplean para combatirla, pero sería un error descartar algunas de ellas antes de ponderar no solo su impacto directo e inmediato, sino también su potencial para contribuir a generar un clima social de rechazo a la impunidad y de aprecio al valor que en sí misma tiene la justicia.
El caso que en estos días nos ocupa es el del tratamiento que debe dar nuestro sistema de justicia penal a jóvenes mayores de 16 años que, antes de alcanzar la mayoría de edad, se han graduado ya en las escuelas del crimen y realizan acciones abominables que, en otras sociedades, solo las hacen algunos adultos a quienes largos años de muy buena o muy mala vida les han provocado severos daños psicológicos o morales.
Niño y asesino eran antes palabras que no cabían, como sujeto y predicado, en una misma oración. Pero eso, muy lamentablemente, ha cambiado. Cada vez son más los menores arrastrados a un estilo de vida marcado por un profundo desprecio a la vida y a cualquier norma o autoridad que no sean las de su pandilla. A muy temprana edad, estos jóvenes están cometiendo asesinatos a sangre fría, sin titubeos ni remordimientos, solo para merecer el ingreso a la pandilla, para hacerse respetar en la calle o para procurarse la próxima dosis de una droga sin la cual no pueden vivir.
Siguen siendo cronológicamente niños o adolescentes, pero hace ratos perdieron toda su inocencia y talvez nunca llegaron a desarrollar los más básicos valores que hacen posible la convivencia humana. Antes de convertirse en victimarios fueron víctimas de quienes los indujeron al mal. En no pocos casos, víctimas también de abandono y violencia, víctimas talvez de esa pobreza extrema que les negó su infancia y les robó su futuro. Pero cualquiera haya sido el trayecto que recorrieron para llegar a ser lo que ahora son, están ya tan maleados y hacen un daño tan grande al resto de la sociedad que resulta difícil verlos con algún grado de compasión o simpatía.
La demarcación que cada sociedad establece para la mayoría de edad es más o menos arbitraria. Son más bien pocos los casos de coincidencia entre la edad cronológica y la edad mental. Algunas sociedades establecen edades diferentes para permitir o exigir distintos comportamientos. Una para contraer matrimonio, otra para consumir bebidas alcohólicas, otra para votar, otra para enlistarse en el ejército. En nuestro país, nadie protestó cuando se consideró a los jóvenes de 16 años suficientemente aptos y responsables para conducir vehículos automotores. Desde esa perspectiva, no debiera haber mayor objeción para castigar a los jóvenes de 16 o 17 años con igual severidad que a los adultos culpables de delitos graves.
Otra discusión muy diferente es si se los manda a compartir espacio carcelario con adultos. Un joven que ha cometido asesinato no es un niño de primera comunión, pero es válido asumir, aunque no sea cierto en muchos casos, que es más vulnerable y también más rescatable que un delincuente de mayor edad. Eso justifica que un Estado se obligue a agotar esfuerzos para proteger y rehabilitar a los menores infractores, lo cual requiere que cumplan su condena separados de los adultos.
Pero el tema de la severidad de las penas debe esclarecerse con otros criterios. Desde luego, no es válido el argumento de quienes objetan el endurecimiento de las penas aduciendo que esa medida no resuelve el problema de la criminalidad. Con esa lógica, nada podríamos hacer, porque no hay una sola medida que por sí misma pueda resolver un problema tan complejo. Estaríamos objetando, una a una, todas las medidas que, en conjunto, podrían tener un impacto de considerable magnitud.
Tampoco es válido abogar por penas menos severas, argumentando que un menor no ha podido formar todavía un recto criterio y una clara conciencia de sus acciones. Eso aplicaría en casos de delitos aislados cometidos en circunstancias confusas, pero no en casos de extorsiones y asesinatos cometidos con premeditación y alevosía.
A mi juicio, hay un criterio que debe prevalecer en el tema que nos ocupa. Aunque sea de manera simbólica, la legislación penal debe enviar a toda la sociedad un mensaje contundente e inequívoco: cualquier asesinato es una falta extremadamente grave para la cual no existen atenuantes de ninguna índole.
Somos nosotros los que debemos humanizarnos primero para poder tenderles la mano y juntos vivir como personas civilizadas. Somos el resto de la sociedad los que les hemos dado la espalda y les dejamos a su suerte, que de antemano esta hechada y destinada a fracasar. Que fracaso de sociedad!! Hablamos de adolescentes tiernos en edad pero curtidos en violencia. Lo que no vemos es que somos los demas los que de manera indirecta pero cercana, y no por eso menos irresponsable e insensible, les creamos las condiciones para que surjan. A que grado de desprecio por nuestros conciudadanos nos han llevado a tener un tremendo problema enfrente y neciamente analizar el problema como si las causas y razones de su existencia y surgimiento estan exclusivamente en los malhechores y no en el resto de la sociedad.
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