Escrito por Dagoberto Gutiérrez. 22 De Febrero. Tomado de Diario Co Latino.
Santa Ana amaneció este día jueves toda llena de pereza; el sol apenas alumbraba las calles y el viento, con pasos vacilantes, apenas levantaba las más leves de las basuras, un perro callejero, muy conocedor de la vida, dormía profundamente y plenamente enrollado sobre si mismo en la esquina del laboratorio.
Aquí, en pleno centro de la ciudad y en las proximidades de la alcaldía, el laboratorio se dedica a extraer sangre de los pacientes para descubrir toda clase de enfermedades, reales o imaginarias.
Inusualmente todas las sillas estaban ocupadas, excepto la última, que está más cerca de la puerta de entrada, y, justamente allí, se sentó la Doctora Luz Pocasangre, quien iba dispuesta a que le sacaran sangre, la necesaria para averiguar cómo van las cosas de sus glóbulos rojos y glóbulos blancos.
Desde la primera mirada, supo que cuatro personas llevaban una cartera igual a la de ella y se lamentó de su decisión, porque en lugar de llevar esa cartera café, bien pudo escoger la cartera negra que le regaló el día anterior su marido, con el que se reconcilió esa misma noche del regalo. En una segunda mirada supo que el anciano que estaba tres asientos delante de ella, podía tener más de 85 años, pero tenía una mirada de adolescente y movía sus manos con una agilidad de recién iniciado en la vida.
En un escritorio muy pequeño y lleno de papeles, pequeños botes, lapiceros y con un pequeño esqueleto en el centro, tenía sus manos con dos anillos en cada dedo, y como controlando el escenario, una secretaria bastante robusta, de cachetes rubicundos, de anteojos cuadrados y de voz fuerte y profunda.
“¿Nombre, estado civil, domicilio y cuántos años tiene?” preguntaba, la fortachona secretaria a cada uno de los que llegaban para que les sacaran sangre, “Esa pregunta está cabrona y frente a todos estos quién va a decir la verdad”, pensó la doctora Luz, “¿quien se ha creído esta gorda, ni que fuera la confesora del Papa, si está creyendo que le vamos a decir la verdad, ni de loca destapo mis 65 años”. Abrió su cartera, sacó un espejo rectangular y con mango dorado, se miro atentamente las dos pronunciadas ojeras que caían de sus ojos, como quien se desmaya, y se las cubrió rápidamente con un polvo fino que sacó de lo más profundo de su cartera, cerró rápidamente sus estuches.
En ese momento se levantó de su asiento la secretaria de la voz fuerte, y la doctora pudo ver, con el rabillo del ojo, que la falda floreada que llevaba le socaba la cintura, y a duras penas contenía al estómago que amenazaba con estallar en cualquier momento, la secretaria pasó conto-neándose hacia la puerta de entrada, con zapatos rojos y de plataforma.
La doctora supo que era una chiquilla de unos veintitrés años y con un apetito voraz, porque abrió la puerta del laboratorio para comprar un par de pupusas revueltas con su correspondiente salsa y su curtido, mientras la vendedora le llevaba el café hasta su escritorio, y la secretaria, ante la vista de todos a los que se les iba a sacar sangre, empezó a devorar sin perdida de tiempo y sin mirar a nadie, como temiendo que le pidieran, las dos pupusas revueltas, humeantes y con abundante grasa. Todas las víctimas futuras, miraban el desayuno envidiando a la devoradora, porque todos iban en ayunas.
Se reanudó el control, mientras seguían saliendo con el brazo derecho doblado y con un algodón en medio, los que habían perdido su sangre y, le llegó el turno al anciano de ochenta y cinco años.
“¿Nombre, domicilio, ha comido algo, cuántos años tiene?”. Ante esta última pregunta el interpelado guardó silencio unos segundos, suficientes para que la secretaria golpeara impaciente con sus dedos sobre el escritorio, a manera de presión.
El anciano, lentamente volvió la mirada hacia atrás, dobló su cuello y enfrentando a los y las que estaban sentados, y como sabiendo que estaban atentos a su respuesta, dijo “ tengo ochenta y cinco años, diez hijos, una mujer de cuarenta, dos hijos chiquitos y bien bonitos y estoy esperando otro”. “Solo dígame su edad, porque solo eso le he preguntado”, dijo la secretaria, “es lo primero que te dije” respondió el anciano, todo lo demás es comercial, lo que pasa es que vos solo te fijaste en el comercial”. La carcajada fue general y la risa siguió aun cuando el anciano entró para dejar su sangre.
Dos asientos adelante, estaba una señora que la doctora consideraba mucho mayor que ella, y que además tenía la osadía de llevar una cartera café, igual a la de la doctora. Se sentó frente a la secretaria, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, se ajustó su par de aritos color anaranjado, y esperó la andanada de preguntas con mucho estoicismo, “¿cuántos años tiene?” guardo silencio la interpelada y la secretaria la miro a los ojos como buscando allí la respuesta, pero esta no tardó, “cincuenta años y bien vividos”.
La doctora Luz le calculó desde un principio, sesenta y cinco años como ella, los que ella tenía, y hasta le hallaba parecido con una vecina con la que jugaba en su niñez, cerca del Cine Colón, antes que toda la zona se hiciera un gigantesco mercado. “¿Cuantos Años tiene?”, vociferó la secretaria, la doctora la fulminó de una mirada, y sabiendo que todos estaban pendientes de su respuesta, levantó su cuello lo más que pudo, y volvió a ver hacia atrás mientras respondía, firme, serena y segura: “cuarenta nueve años, casi cincuenta, pero el casi no lo pongás”.
Una risa de simpatía y gracia cubrió toda la sala y coincidió con la salida del anciano, que fue recibido con un aplauso, mientras la doctora entraba y se sentaba un poco nerviosa esperando el suplicio de la sangre.
El perro de la esquina se despertó finalmente, se estiró lentamente como resorte, miró el semáforo como averiguando el color, y, al encontrarse con el verde, cruzó la calle y se dirigió hacia el Barrio Santa Bárbara, pero alcanzó a oír los aplausos del laboratorio, pensó para sus adentros: “¡Qué alegres están allí!”.
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