Escrito por Luis Armando González. 23 de Febrero. Tomado de Contra Punto.
Fue la crítica y el rechazo a esa configuración histórica lo que cualifica la labor de Romero.
SAN SALVADOR - La muerte martirial de Monseñor Oscar Arnulfo Romero no se entiende sin su compromiso decidido a favor de la justicia y de la dignidad de los salvadoreños y salvadoreñas, así como tampoco se entiende sin prestar atención a lo que muchos autores llaman su proceso de “conversión”, desencadenado a partir del asesinato del P. Rutilio Grande (el 12 de marzo de 1977) y su progresiva profundización a medida que sectores eclesiales y populares eran golpeados por la violencia del Estado y de los escuadrones de la muerte.
Es decir, la muerte martirial de Monseñor Romero fue el desenlace de un compromiso y una opción conscientemente asumidos por él, con todas sus implicaciones y riesgos, mismos que, en definitiva, incluían como una posibilidad real perder la vida de forma violenta, como efectivamente sucedió ese trágico 24 de marzo de 1980.
El compromiso y la opción de Monseñor Romero con la justicia y la dignidad de los salvadoreños y salvadoreñas, especialmente de quienes eran violentados en sus derechos humanos fundamentales, se hicieron presentes en un contexto histórico determinado, el cual les da un significado propio, cualificándolos de una manera particular. Es a ese contexto al que voy a prestarle atención en lo que sigue, esbozándolo en sus líneas más generales.
En primer lugar, hay que referirse a ese gran contexto que es el siglo XX salvadoreño, sobre todo en su primera mitad: de 1900 a 1950. Monseñor Romero fue un hijo de ese siglo no tanto porque nació en 1915, sino porque la configuración del mismo en los planos económico, social, político, cultural y religioso constituyó el punto de partida de su labor pastoral y el referente de sus preocupaciones como hombre de iglesia y ciudadano.
Fue la crítica y el rechazo a esa configuración histórica lo que cualifica la labor pastoral de Monseñor Romero; la que marca su ruptura con actitudes y prácticas pastorales tradicionales, a las cuales el mismo no fue ajeno en una buena parte de su trayectoria eclesial.
¿Cuáles son los rasgos más llamativos de la configuración histórica salvadoreña entre 1900 y 1950? En el plano económico, se consolida un modelo agroexportador centrado en el café, al cual posteriormente se suman el algodón y la caña de azúcar. Una oligarquía cafetalera posee las tierras más fértiles, concentrando en sus manos la principal fuente de riqueza. En el otro extremo, una población mayoritariamente campesina vive al borde de la miseria, atrapada en las redes del analfabetismo, los bajos niveles de salud, una alimentación insuficiente (o inexistente), viviendas precarias y a la espera de unos magros ingresos a ser obtenidos en la temporada agrícola.
Políticamente, las familias oligárquicas controlan el poder del Estado, primero directamente (con gobernantes salidos de sus filas o impuestos por ellas) y después –luego del golpe de Estado del general Martínez (1931)— a través de una alianza con el estamento militar. A esta alianza oligarquía-militares se sumó la Iglesia católica, que aportó el componente cultural-espiritual necesario para lograr la pasividad popular, mediante el adormecimiento de las conciencias, generado por el fomento de una fe resignada y sumisa ante un orden de cosas presuntamente querido por Dios.
La triple alianza: oligarquía-militares e Iglesia fue el soporte del orden edificado desde 1900 a 1950. Ese orden descansaba sobre la explotación y la marginación de la gran mayoría de salvadoreños y salvadoreñas, cuya capacidad de resistencia había sido doblegada desde la represión de 1932.
A partir de 1950, sin que se altere la configuración histórica previa, se comienzan a generar cambios importantes en el país, en materia económica, social y cultural. Al calor de un proceso de industrialización y urbanización que comienza a cobrar fuerza a mitad del siglo XX –y que no fue ajeno a políticas estatales propiciadas por los gobiernos militares de entonces, concretamente el de Oscar Osorio— actores económicos no terratenientes (industriales, banqueros) adquieren una presencia importante en el país.
Las clases medias, por su lado, aumentan no sólo en número, sino en demandas: de bienestar social y económico, y de participación política. Ambos tipos de demanda tienen un límite insuperable: en lo económico, la predominancia del esquema agroexportador y del poder de las familias oligárquicas; y, en lo político, el control indiscutido del aparato estatal por parte los militares. Y, como corolario de todo ello, la vigencia de una cultura fuertemente conservadora (alimentada por una religiosidad tradicionalista), reacia a cualquier creencia, valor o cosmovisión que apunten a un cambio en la forma de entender la realidad y de enfrentar sus problemas más graves.
Los años 50 y 60 del siglo XX son años en los cuales la fantasía del progreso y del avance modernizador del país logra imponerse en los ambientes de clase media y de las élites dominantes; en estos ambientes –y con esa mentalidad— se quieren obviar, como si no existieran, las dinámicas estructurales de El Salvador: por ejemplo, el predominio de los intereses oligárquicos en el conjunto de la economía, el agotamiento de un modelo económico basado en la producción agrícola y la miseria extrema en la que vive la mayor parte de la población campesina.
Se quiere obviar, asimismo, la subordinación del estamento militar (y de la Iglesia) a los intereses oligárquicos, lo cual constituye un freno decisivo a los intentos de reforma y modernización que realizan sectores económicos no vinculados a la producción agrícola.
En los años 70, la fantasía del progreso y de la modernización es resquebrajada por la realidad, una realidad que comienza revelar sus dimensiones más graves de violencia social y política. En esa década, es desafiado social, política y culturalmente el orden configurado entre 1900 y 1950, y que aun se mantiene firme, pese a los intentos de reforma que se han hecho y que se volverán a hacer a mitad de esa década, cuando el gobierno del coronel Arturo Armando Molina promueva una frustrada “transformación agraria”.
El gran desafío social al orden establecido lo plantea, ante todo, la emergencia de organizaciones populares de fuerte composición campesina, que de demandas económicas van a transitar –a medida que la década vaya transcurriendo— a demandas de carácter político. En segundo lugar, otro gran desafío nace de sectores de la clase media y de la intelectualidad de izquierda que, frustrados por la imposibilidad de participar políticamente en un espacio político dominado por los militares –y en el cual los fraudes, el abuso y la ilegalidad son lo normal— se radicalizan hasta posturas revolucionarias –influidos por la revolución cubana de 1959— que desembocan en formas de organización político-militares.
Un tercer gran desafío al orden establecido se gesta desde la Iglesia católica, cuando algunos sectores suyos deciden poner en cuestión el propio lugar de la Iglesia en ese orden. Críticamente, asumen que el lugar de la Iglesia está en otro lado: junto con quienes han padecido (y padecen) la violencia de la exclusión socio-económica y política, y ahora son víctimas de una violencia represiva que cobra el carácter de un terrorismo de Estado.
Porque efectivamente a los desafíos anteriores el orden establecido responde con una violencia desenfrenada, una violencia policial, militar y paramilitar que golpea con dureza y sin contemplaciones a campesinos, campesinas, obreros, obreras, estudiantes, profesionales y gente de iglesia: delegados de la palabra, religiosos, religiosas y sacerdotes.
La década de los años setenta es una de las más densas en la historia salvadoreña; densa por las diversas dinámicas organizativas y de movilización social; densa por el despertar de una conciencia social dormida hasta entonces en la pasividad y la aceptación de lo establecido; densa en sueños y esperanzas; densa por la irrupción de un quehacer pastoral eclesial novedoso, atento a leer los signos de los tiempos y a vivir los gozos y esperanzas de los excluidos y marginados; densa por el dolor y la sangre que comenzó a correr de manera abundante y que seguiría corriendo en la década siguiente, en el marco de una guerra civil abierta.
En fin, los años setenta fueron densos por los desbordes que se dieron en ellos: hubo un desborde incontenible en las esperanzas, en las ansias de cambio y en la entrega; hubo desborde y excesos en la violencia con la que se quiso contener aquellas ansias de cambio y aquella esperanza irrefrenable.
La década de los años setenta es la década de Monseñor Romero. Esta década, con toda su densidad, lo marcó de manera indeleble y él, por su parte, dejó una huella imborrable en ella. De hecho, Monseñor Romero fue de los que dieron densidad a esos años, a través de una labor pastoral, de reflexión, de análisis, de denuncia y anuncio, en la cual se hicieron presentes los dinamismos propios del momento, pero también los dinamismos que habían configurado al país a lo largo de las décadas previas y que en ese momento estaban haciendo eclosión.
Con su predicación, con palabra comprometida, con su labor pastoral de acompañamiento a religiosos, religiosas y laicos, con su proyección internacional, Monseñor Romero no sólo se hacía cargo y enjuiciaba los hechos del momento, sino que se hacía cargo y enjuiciaba –esto es indiscutible al cierre de la década— una configuración histórica del poder económico, político, cultural y eclesial fundada en la violencia y la exclusión de una gran mayoría de salvadoreños y salvadoreñas.
Quienes se beneficiaban de ese orden no podían perdonarle a Monseñor Romero semejante desatino, sobre todo en un momento en el cual emergían fuerzas sociales y políticas reales que lo desafiaban de raíz. El precio a pagar fue su vida. Su afrenta al poder oligárquico, militar y eclesial fue saldada con su muerte martirial. El suyo, en definitiva, es un martirio que no se entiende si no es atendiendo a la configuración de la realidad histórica salvadoreña a lo largo del siglo XX y, más en concreto, a la forma cómo esta realidad se densifica en la década de los años setenta. Con su muerte martirial, el 24 de marzo de 1980, la sociedad salvadoreña perdió la inocencia.
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