Escrito por Luis Armando González. 18 de Febrero. Tomado de Contra Punto.
Enfrentar las expresiones más sangrientas y perversas de la violencia criminal es algo que no puede esperar
SAN SALVADOR - Qué duda cabe de que la violencia criminal es uno de los graves problemas de El Salvador actual. Hay otros problemas de gran envergadura –como la pobreza, la marginalidad urbana y rural, la vulnerabilidad y el deterioro casi irreversible del medio ambiente—, pero la violencia criminal ocupa en esa lista uno de los primeros lugares. Y ello no sólo por la magnitud de los crímenes derivados de ella –o por los elevados costos económicos que se le asocian o que se mueven en torno distintas prácticas criminales—, sino porque la misma pone en juego, con toda su secuelas de dolor y desamparo para las familias afectadas, la integridad y la vida misma de las víctimas.
Con todo, la violencia criminal no es un problema de ahora, es decir, no es un problema que ha aflorado, como de la nada, en el último año o en los últimos siete u ocho meses. Fomentar esta percepción en la sociedad, poner en circulación la tesis de que “nunca antes como ahora la violencia criminal había alcanzado los niveles de gravedad que la caracterizan en estos momentos” supone, además de una gran irresponsabilidad, cerrar los ojos ante una dinámica de violencia criminal que se viene incubando en el país desde décadas atrás y que tiende a convertirse en un fenómeno no sólo estructural, sino –lo que igual o más preocupante— en configurador de las relaciones sociales y de las actitudes y percepciones individuales.
Pasar de largo sobre datos que revelan que en los años 1994 y 1995 la tasa de homicidios sobre 100 mil habitantes rondaba casi 140 muertes es obviar lo firmemente arraigada que está la violencia criminal en este país; es obviar que la violencia criminal de ahora viene de lejos, que la violencia de ahora es más de lo mismo, sólo que en otro nivel de complejidad.
Y es que las redes de crimen organizado –narcotráfico, tráfico de armas, contrabando de vehículos, trata de blancas, lavado de dinero, extorsiones— no sólo han afinado sus mecanismos de operación, sino que han expandido sus actividades por todo el territorio nacional y Centroamérica, entrelazándolas entre sí y articulando en torno a ellas a las maras o pandillas. Esto último tampoco es nuevo; sólo que desde hace unos dos o tres años el nexo crimen organizado-maras ha alcanzado tal grado de firmeza que amenaza con desbordar en términos absolutos la capacidad del Estado para ponerle freno a sus prácticas criminales.
La violencia criminal que azota el país no es, pues, un fenómeno que afloró de la nada. Se fue gestando y complejizando poco a poco, sin que en los momentos oportunos se tomaran desde el Estado las medidas adecuadas y audaces para contenerla y erradicarla. Desde el Estado no se tuvo el tino de distinguir entre sus distintas esferas, centrándose la atención estatal en sus manifestaciones más aparentes e inmediatas. Las pandillas (o maras) recibieron una desproporcionada atención política y mediática, mientras que el crimen organizado siguió ampliando sus redes y expandiendo sus actividades.
Lo coercitivo se privilegió de manera exagerada, pero más en el plano del discurso que de la capacidad policial para combatir eficazmente el crimen. Por esas paradojas que sólo se dan en un país como el nuestro, mientras desde distintos sectores oficiales y oficiosos se proclamaban medidas de fuerza de una contundencia inusitada, la capacidad efectiva de la Policía Nacional Civil (PNC) era anulada debido a los escasos recursos y al reducido número efectivos, y la Fiscalía General de la República (FGR) no era capaz de mejorar en su capacidad investigativa y de persecución del delito, amarrada como estaba a compromisos políticos poco coherentes con sus obligaciones constitucionales.
El gobierno de Mauricio Funes heredó, además de unas instituciones débiles, una concepción distorsionada de la violencia criminal no sólo a nivel de diagnóstico, sino también de estrategia para su combate y erradicación. Ese fue su punto de partida obligado para enfrentar una violencia criminal siempre en alza. Qué duda cabe que se trata de un punto de partida equivocado. Pero, de momento, no hay otro que lo reemplace.
Y precisamente de lo que se trata es de crear una plataforma de combate al crimen de distinto carácter –y opuesta—a la que se fraguó en los últimos veinte años y que es la que nos tiene al borde del colapso como proyecto de convivencia social. Aquí el gobierno de Mauricio Funes ya ha comenzado a dar pasos importantes, que anuncian novedades respecto de lo que se hizo en administraciones anteriores. Una gran novedad es el proceso de consulta que el gobierno está realizando con distintos sectores de la vida nacional que están llamados a jugar un papel clave en el abordaje y solución del problema de la violencia en sus diferentes manifestaciones.
Entre tanto, la violencia criminal continúa siendo una fuente cotidiana de inseguridad y terror. Enfrentar sus expresiones más sangrientas y perversas es urgente, es decir, es algo que no puede esperar. Las autoridades deben utilizar toda su capacidad coercitiva para poner límites estrictos a las actividades criminales que tienen en jaque a la sociedad. Pero el combate del crimen no se agota en el uso de la fuerza. Sin una estrategia de prevención del delito y sin un nuevo modelo de relaciones sociales, culturales y económicas --incluyente, solidario y justo— de poco servirán, en el mediano y largo plazo, los despliegues de fuerza.
El problema de la violencia criminal y la respuesta del nuevo gobierno
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