La destitución de Breni Cuenca como secretaria de Cultura ha avivado la percepción de que el gobierno todavía no tiene una idea clara sobre cómo manejar la relación del Estado con la cultura.
Escrito por Miguel Huezo Mixco. 18 de Febrero. Tomado de La Prensa Grafica.Las cosas comenzaron mal en junio del año pasado cuando el gobierno convocó a artistas y gestores culturales para que “votaran” por la persona que debía dirigir las políticas culturales del Estado. Pocos dudan ahora de los efectos contraproducentes que tuvo aquella convocatoria que puso en entredicho la seriedad con que se estaban considerando las prioridades del gobierno en materia cultural.
Luego vino el nombramiento de Breni Cuenca. Mis expectativas eran que sus credenciales académicas y su trayectoria personal iban a suscitar el respaldo suficiente para que la cultura se integrara en los planes de desarrollo nacional, algo que había sido intentado con poco éxito por sus predecesores.
Aquella designación vino acompañada de la disolución del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (Concultura). En mi opinión, a pesar de sus falencias, que las tuvo, Concultura tuvo un papel importante en la creación de la nueva institucionalidad cultural de la posguerra. Rretomando los aciertos –que los ha habido– y erradicando las prácticas del pasado, ese organismo necesitaba ponerse a la altura de las demandas culturales de la sociedad salvadoreña del siglo XXI.
Esa renovada entidad –llámese como se llame– es la que debe seguir coordinando las políticas y los organismos culturales y artísticos. Un Estado democrático debe salvaguardar el espíritu plural de una institución llamada a tener un papel fundamental en el restablecimiento del tejido social, sobre todo en un país tan fracturado como El Salvador.
En los últimos treinta años ha habido toda una historia de decepciones. En los años ochenta no solo hubo miedo, persecución y amordazamiento: la administración Duarte convirtió el aparato cultural en un apéndice de su ministerio de propaganda. Luego, desde los años noventa hasta nuestros días, el “ajuste estructural” y el achicamiento del Estado dieron su contribución a la involución cultural que ahora padecemos. Ahora, más allá de algunos proyectos exitosos, el país no cuenta con políticas culturales.
Las políticas culturales no son un listado de actividades. Son el conjunto estructurado de acciones y prácticas sociales de los organismos públicos y de otros agentes sociales y culturales. Iluminan la manera en que convivimos, tienden puentes entre lo cotidiano y lo estético, y ayudan a producir el cemento capaz de convertir a un conglomerado de personas en una nación.
En el pasado reciente, algunos intentos en esa dirección fueron recibidos con total indiferencia. Gustavo Herodier, que dirigió Concultura entre 1999 y 2004, esperó en vano cinco años para presentar al mandatario de turno un proyecto de políticas culturales. En la siguiente administración, Federico Hernández ni siquiera pudo financiar todo el proyecto del Diálogo nacional por la cultura, mientras su jefe derrochaba millones de dólares en campañas publicitarias.
Con estos ejemplos quiero decir que la falta de rumbo en materia cultural no ha sido privativa del actual gobierno. Ojalá entendamos que el gran problema de fondo de este país no es solo la crisis económica sino también la crisis cultural, y que ambas deben ser enfrentadas con iniciativas y políticas bien pensadas.
La evidencia señala que, hasta ahora y en esta materia, al gobierno las cosas no le están resultando bien. Ojalá esto sirva al presidente y su círculo más cercano para hacer una reflexión y hacer las correcciones necesarias. La cultura vale mucho.
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