Por cada joven que se convierte en delincuente hay diez o más que, en iguales o más adversas circunstancias, se rebuscan para salir adelante honestamente.
Escrito por Joaquín Samayoa.17 de Marzo. Tomado de La Prensa Grafica.
El pasado lunes, la Fundación Empresarial para el Desarrollo Educativo (FEPADE) entregó 217 becas para estudios de bachillerato o educación técnica superior a jóvenes procedentes de una gran diversidad de municipios rurales y urbanos. Este grupo se suma a otros similares para un total de más de dos mil quinientas becas que anualmente otorga FEPADE gracias al patrocinio de donantes corporativos, familiares e individuales del sector privado y contando además con el aporte de los fondos del BCR y Fomilenio.
Cada vez que hacemos una entrega de esas becas les damos a algunos estudiantes y a sus padres o madres la oportunidad de expresar públicamente la valoración que hacen del beneficio que están recibiendo. Hay, sin duda, grandes variantes en las historias y en los sueños de estos becarios, pero todos ellos tienen dos cosas en común. Son personas de muy limitados recursos económicos, pero son personas, también, con una férrea voluntad de superar adversidades, abrirse paso en la vida y convertirse en ciudadanos honestos y productivos.
En ellos pienso cada vez que escucho el argumento engañoso de que la pobreza es la causa de la criminalidad. En ellos pienso siempre que algún funcionario público justifica su incompetencia afirmando que no es posible combatir la criminalidad mientras no se resuelvan los problemas estructurales de nuestra sociedad. En ellos pienso cuando me dicen que un joven de 16 o 17 años no puede ser responsable de sus actos, insinuando que los delincuentes juveniles no tienen otras opciones y, consiguientemente, debemos tratarlos con mucha comprensión y suavidad.
La beca que les damos a estos cipotes les permitirá llegar más lejos de donde habrían podido llegar sin esa ayuda, o les hará más fácil lograr lo que igual habrían logrado pero con sacrificios aun mayores si hubieran tenido que intentarlo valiéndose solo de sus propios medios. Pero es importante entender que cada uno de estos becarios ha merecido su beca por sus logros académicos previos; es decir, son muchachos que no se habían sentado a lamentar su desgracia o a esperar que alguien resolviera sus problemas. Son ejemplos vivientes de que la criminalidad no es el único camino.
La pobreza debemos abominarla y combatirla pero por otras muchas razones, no porque sea la causa de la criminalidad. Por cada joven que se convierte en delincuente hay diez o más que, en iguales o más adversas circunstancias, se rebuscan para salir adelante honestamente y buscan alimentar su fortaleza con valores y conocimiento, en vez de hacerlo cegando vidas de gente inocente o robando el dinero ajeno. Si nuestros funcionarios públicos tuvieran más contacto con la gente humilde, si de verdad respetaran a esa gente y creyeran en su potencial, se darían cuenta de que sus teorías sobre la criminalidad carecen de fundamento y entenderían por qué sus soluciones no producen resultados.
La diferencia entre nuestros becarios y los asesinos de Carlos y de otras decenas de miles de víctimas no es que unos tienen oportunidades y otros no las tienen, sino que unos construyen y aprovechan sus oportunidades, mientras que los otros las echan a perder. Unos respetan la vida y otros la desprecian. Unos están dispuestos a joderse por lo que anhelan, mientras los otros solo piensan en joder a los demás para obtener sus efímeras gratificaciones.
Hay mucho que debemos hacer para reducir al mínimo los niveles de desperdicio humano que produce nuestro ordenamiento social; pero los condicionamientos socioeconómicos no pueden ser excusa o atenuante de conductas delictivas. Es muy necesario y encomiable cualquier esfuerzo que, desde el aparato estatal o desde el sector privado, podamos hacer para prevenir comportamientos violentos y para rehabilitar a quienes incurren en ellos, pero la rehabilitación y la prevención no son las únicas tareas que le competen al Estado. La protección de la vida y del patrimonio de los ciudadanos requiere, en todo momento, una dosis menor o mayor de coerción.
Sigue abierto el debate sobre la severidad de las penas a jóvenes de 16 o 17 años que incurren en delitos graves. Los que sostenemos que las penas deben ser más severas en ningún momento estamos pensando que esa sola medida sea “la” solución al problema de la criminalidad. Sin embargo, estamos convencidos –en mi caso por el conocimiento que mi profesión me ha dado de la naturaleza humana– de que una parte importante de la solución pasa por emplear las penas para revalorar la vida humana y sentar precedentes claros de que un asesinato es una falta grave y no algo trivial.
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