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2010/03/29

LPG-Acoso sexual

Escrito por Juan Héctor Vidal.29 de Marzo. Tomado de La Prensa Grafica.

En este país pasan tantas cosas que, aunque sean muy graves, ya no nos inmutan, acaso porque la misma frecuencia con que ocurren las vuelve intrascendentes... Esto equivale a decir que nos hemos vuelto insensibles. Un amigo extranjero a menudo comenta que los salvadoreños hemos perdido hasta la capacidad de indignarnos.

Pero hay ocasiones en que no se puede caer en la indiferencia, particularmente cuando se trata de la familia, como me pasó a mí hace unos días. Casi coincidiendo con la fecha en que se celebra el Día de la Mujer, un familiar muy cercano fue objeto de acoso sexual.

Estas cosas no pueden quedar confinadas al ámbito privado y si he esperado unos días para compartir públicamente el caso, es por dos razones. Primero porque era necesario que me diera un tiempo para tranquilizarme un poco, y segundo, porque quería darle la oportunidad a la entidad donde trabaja la personita ofendida, para que actuara en concordancia con la gravedad del caso. Esto último ya se cumplió y aunque tengo mis reservas de que con ello ha quedado reparado el daño moral y psicológico causado, al menos ha dejado medianamente satisfecha a la víctima, que por cierto ya tiene suficiente capacidad de discernimiento.

Si no se hubieran apresurado los acontecimientos, yo hubiera puesto a prueba la justicia, pero otro pariente cercano de la ofendida –que es abogado de la República, pero con quien no compartimos la misma sangre– recomendó que se acudiera a la denuncia interna. La razón: así se lo sugirieron unas amigas, porque a juicio de ellas, en estos casos es difícil obtener un fallo condenatorio. Es cierto que el caso que me interesa no tuvo consecuencias mayores, pero me desconcierta que hayamos llegado al punto en que de manera apriorística, desconfiamos de la justicia.

No me quedaba otra opción que acudir a una denuncia de tipo general y pública, aunque eso no me saque la espina que me ha quedado clavada en el corazón.

Es lo mínimo que puedo hacer, pues el silencio hubiera resultado tan cruel como el hecho mismo, considerando sobre todo mi parentesco sanguíneo con la persona afectada y la relación de amistad que supuestamente existía con el agresor.

Infortunadamente en el país –y esto me ha motivado a dedicar este espacio a comentar esta desagradable experiencia– cada vez son más frecuentes los casos de abuso sexual que quedan en la impunidad. Las escuelas, las oficinas, los estacionamientos públicos y hasta el mismo seno familiar se han convertido en los lugares preferidos de los degenerados sexuales. El caso de Katya Miranda no puede ser más dramático y aleccionador. La misma iglesia se ha visto sometida a denuncias que ponen de manifiesto el nivel de degradación a que hemos llegado.

Afortunadamente, repito, en el caso familiar, no se llegó a extremos que hoy estaría lamentando, porque lo primero que pasó por mi mente fue hacer justicia por mi propia cuenta. Dios ha de perdonarme por este arrebato, pero es lo único que quizás se me hubiera ocurrido si algo peor hubiera pasado.

No soy un moralista recalcitrante, pero sí me considero una persona con principios religiosos muy arraigados. Creo en el perdón y el arrepentimiento, pero solo Dios sabe lo que ha significado para mí haber estado cerca de una experiencia que pudo hasta cambiar totalmente mi vida...

Nuevamente el caso de Katya viene a mi memoria. Pero la experiencia cercana –que no tiene comparación con ese hecho repugnante– me ha hecho reflexionar sobre la responsabilidad que tenemos algunos frente a aquellos que no tienen voz, aunque sus seres queridos hayan sido asesinados por verdaderos animales.

Acoso sexual

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