Escrito por Carlos Mayora Re.20 de Marzo. Tomado de El Diario de Hoy.
La semana pasada nos despertamos sorprendidos por las fotos de un asesinato cometido en plena calle. Un menor de edad apuñaló a un coetáneo y luego le despojó, como trofeo, de la camisa. Todo bajo la mirada de un reportero gráfico.
Para muchos, esas imágenes (más que lo sucedido) vinieron a ser el colmo, y una vez más la seguridad ciudadana ocupó los titulares de las noticias y las conversaciones. El consenso fue unánime: no podemos seguir así.
Tenemos serios problemas de seguridad porque tenemos enormes problemas de gobernabilidad; radicados tanto en las personas, como en las instituciones: la paz social es frágil porque las personas somos frágiles.
No es que no haya leyes, no es que no haya normas. Las hay. Pero en muchos casos resultan inútiles. No sirven, pues cada vez más, y más jóvenes miembros de nuestra sociedad son incapaces de hacerlas propias. Hay un colapso de gobernabilidad porque hay un defecto muy serio de autoridad. A todos los niveles, no sólo en el campo político sino también en el familiar, escolar, público y privado.
La indagación de las causas de la conducta de los inadaptados sociales, de los delincuentes, de los inconformes, está entre los objetivos de la sociología, por una parte, y de la psicología, por otra. Ambas convergen en el individuo que no es capaz de vivir en sociedad sin dañar a sus conciudadanos, y en las dos se habla de un término específico: anomia social.
Anomia, literalmente, quiere decir ausencia de normas. Pero no así, en abstracto, sino en las personas que viven en un grupo social. Hay leyes, los usos y costumbres están establecidos, pero viven ignorándolos; no es que los quebranten, pues eso ya sería una aceptación de las normas, sino que para ellos sencillamente no existen porque no los han hecho parte de su sistema de valores y normas, haciendo de esas personas un serio problema para sí mismos y para los demás.
Las normas delimitan las aspiraciones de los individuos y dan un sentimiento de seguridad a las personas. A su vez, las normas dependen de los valores que definen las relaciones dentro de la comunidad. Los individuos hacen suyos los valores cuando los internalizan y aceptan, y les llevan a reconocer y respetar las normas sociales. La conducta anómica es un síntoma de la separación entre las aspiraciones prescritas por la cultura, y las actitudes y aptitudes de los individuos para alcanzarlas.
Hay anomia cuando hay un quebrantamiento del orden normativo en cada uno. No porque se sepa que hay ley y se infrinja (eso sería delito), sino porque la ley -–para la persona emproblemada-- pertenece a un mundo ajeno, cuya existencia ni siquiera es capaz de sospechar.
Entonces se retrocede aceleradamente a estados primitivos en las motivaciones de la conducta: las personas se rigen por los instintos primarios, por la satisfacción de las necesidades elementales; aparece la violencia como consecuencia de la mayor aceptación que las imágenes tienen sobre las ideas, y de la defensa del grupo por encima de los derechos personales. No se piensa, sólo se actúa, violentamente. No se razona, se reacciona. El miedo no es un freno, es un aliciente.
Sí, además, las instituciones son débiles y desorganizadas, y la estructura social no brinda equitativamente a las personas las mismas posibilidades para lograr los fines o metas socialmente valiosos, y por el camino aceptado por todos; no es de extrañar que aparezca la frustración, y que quienes la sufren busquen comunidades alternativas (como las maras), o sencillamente padezcan esa anomia de la que hablamos.
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