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2010/08/24

LPG-Otras formas de violencia social

¡Qué alto el precio que estamos pagando hasta que algunos entiendan que las armas de fuego cobran muchas más vidas que las que salvan!

Escrito por Joaquín Samayoa.25 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica. 

El pasado fin de semana tuvimos que lamentar un hecho de violencia que se aparta del patrón de los homicidios que ocurren con mayor frecuencia en nuestro país. No fue uno de tantos cuerpos que aparecen misteriosamente sin vida en una quebrada. No fue el disparo de un desconocido desde una motocicleta en marcha. No ocurrió en una cantina de mala muerte a las 3 de la mañana, ni fue el obnubilado desenlace de una historia de pasiones borrascosas. Tampoco tuvo algo que ver con maras o tráfico de drogas. La víctima y el victimario se conocían; eran vecinos. El trágico acontecimiento pudo haberle ocurrido a usted o a mí.

El asesinato de un oficial de la Fuerza Aérea a plena luz del día y a escasos metros de su casa es manifestación de una forma de violencia social que debiera preocuparnos por ser sintomática del grave deterioro que ha sufrido en muchas comunidades la convivencia entre personas que, por lo demás, son enteramente normales. Ya es el segundo incidente en pocos meses en el que la disputa por un espacio de estacionamiento termina en homicidio; pero son muchos más los casos de violencia que resultan de pleitos por otras nimiedades. Todos esos incidentes tienen un denominador común de intransigencia, además del evidente menosprecio de la vida humana.

Entre las películas de suspenso, las que más aciertan a provocar terror son aquellas en las que los asesinos, terroristas, violadores y demás personajes siniestros resultan ser las mismas personas ordinarias con las que convivimos sin sospechar el daño que son capaces de causar. Eso es lo que, además de luto y dolor, deja una secuela de inseguridad y trauma emocional en casos de la vida real, como el de los asesinatos en masa ejecutados por adolescentes aparentemente inofensivos en algunas escuelas de Estados Unidos, o como el asesinato del capitán Alfaro y, meses atrás, el de los hermanos Recinos.

Aunque cada hecho de violencia tiene su propia complejidad y sus peculiaridades, se sabe que uno de los factores que suscitan agresividad en las personas es la aglomeración en espacios reducidos. En casi todas las especies animales, cuando muchos individuos deben compartir un espacio relativamente pequeño, afloran las agresividades. Los humanos no somos la excepción de esa regla en lo que concierne a los impulsos. Eso es algo que se observa cada vez más en muchos barrios y colonias de clase media, donde siempre hay escasez de espacio para el estacionamiento de vehículos y los ruidos de una casa se perciben con molesta intensidad en las habitaciones de todas las viviendas cercanas.

Las circunstancias que desembocaron en el asesinato del capitán Alfaro no son para nada excepcionales en nuestro medio, donde cientos de miles de personas compartimos además el mismo contexto social de violencia, impunidad e irrespeto al derecho ajeno. Sin embargo, inmersos como estamos en un inmenso caldo de cultivo de conductas agresivas, estas siguen siendo injustificadas e inaceptables. La inteligencia, la moral y el lenguaje nos separan a los humanos de otras especies, en la medida en que nos permiten y exigen controlar los comportamientos impulsivos buscando formas civilizadas de manejar las inevitables fricciones con nuestros semejantes en la vida cotidiana.

Ese imperativo moral que exige, como mínimo, el respeto a la vida humana; esos recursos individuales de pensamiento y comunicación para la resolución constructiva de los conflictos, fueron inoperantes en La Cima II la mañana del sábado recién pasado y fallan cada vez más, a toda hora, en otras comunidades, con consecuencias más o menos graves y lamentables. El hecho que estamos comentando tiene implicaciones mucho más allá del inmenso dolor que embarga a familiares y amigos de la víctima. No debe verse como un hecho aislado, sino como una señal de alarma que debe ser atendida por el Estado, las organizaciones de la sociedad civil y todas las personas en su carácter individual.

Lo más grueso que salta a la vista es que las fricciones, hasta cierto punto inevitables en la vida cotidiana, no llegarían a tener un saldo trágico si los implicados no tuvieran a la mano un arma de fuego. ¡Qué alto el precio que estamos pagando hasta que algunos entiendan que las armas de fuego cobran muchas más vidas que las que salvan!

Pero además, es imperiosa la necesidad de activar más instancias estatales, eclesiales y comunitarias que promuevan diálogo, empatía, solidaridad, respeto y responsabilidad social en los hogares, en los lugares de trabajo y en los espacios públicos.

Otras formas de violencia social

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