Cuatro mil millones de dólares anuales en remesas familiares, es decir, casi la quinta parte del PIB, sustituyen gran parte del esfuerzo que necesita El Salvador para progresar económicamente. Y si además nos hemos quitado la presión que ejercería el 40% de la población sobre el empleo, los servicios básicos, la vivienda y el medio ambiente, entre otros, pues las cosas se vuelven, aunque sea ilusoriamente, más llevaderas. Si fuera distinto, no aumentaría el ingreso por habitante ni disminuiría la pobreza.
Escrito por Juan Héctor Vidal.30 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica.
Muchas veces me he planteado un escenario –sin duda moldeado por un exagerado ejercicio de ciencia ficción– acerca de dónde se colocaría el país si súbitamente se viera obligado a recibir a cientos de miles de compatriotas que, aunque indocumentados, envían cuantiosos recursos que contribuyen a mantener a flote la economía y a sacar de la pobreza a sus familiares. El censo de 2007 contabilizó una población mucho menor que la que se estimaba con ejercicios estadísticos parciales, en buena medida por el escaso control sobre la emigración. Consecuentemente, automáticamente pasamos a ser un país de renta media baja, pero si se diera ese escenario “orweliano”, El Salvador se asemejaría más a Haití que a Costa Rica.
Hasta ahora la masacre de Tamaulipas, atribuida a la agrupación mexicana narcoterrorista de Los Zetas, ha dejado como secuela a 13 salvadoreños muertos, incluyendo cuatro mujeres. Esta es la más reciente, pero sin duda no será la última expresión del riesgo diabólico a que se exponen nuestros compatriotas en busca del sueño americano. Cuántos habrán perdido la vida en busca de este ideal y cuántos más la perderán, nadie lo sabe. Pero sin duda, muchos lo seguirán intentando.
Así, lo más seguro es que seguiremos edificando nuestro precario desarrollo en base al esfuerzo de los millones de salvadoreños que fueron exitosos en cruzar la frontera, pero cuyo aporte económico está abonado por la sangre de los otros miles que se quedaron en el camino, dejando tras de sí a padres, compañeros de vida, hijos, hermanos. ¿Y qué decir del costo de la delincuencia desbordada que se nutre en buena medida de la desarticulación familiar que genera la emigración?
Lo más dramático es que las cosas tienden a empeorar. La masacre de Tamaulipas ha venido a confirmar que los migrantes ya no solo son explotados económicamente y sexualmente por los coyotes. En el camino, son virtualmente obligados a convertirse en sicarios para que se hagan cargo de dirimir, por la vía del asesinato, la lucha por el control de las rutas del narcotráfico. Esto convierte a nuestros hermanos en víctimas y victimarios del crimen organizado, como un eslabón más del crimen organizado que se está extendiendo peligrosamente por toda la región.
Visto el fenómeno desde otro ángulo, se puede aseverar que detrás del significado de las remesas para moderar la pobreza estructural y mantener funcionando la economía aunque sea a medio vapor, se esconde una realidad que propicia una especie de mezcla donde se combina la inacción y la desfachatez. Me explico.
Si un país como el nuestro tiene resuelta la mitad de su problema económico, como importar lo que no produce sin hacer ningún sacrificio (porque de ello se hacen cargo los recursos humanos que exportamos) ¿cuál es el problema? El consumismo que nos caracteriza tiene gran parte de su explicación en el sudor de nuestros compatriotas y en la transculturización que, como subproducto, provoca el fenómeno migratorio.
La irresponsabilidad con que hemos tratado este fenómeno llegó al extremo cuando la desprestigiada y repugnante dolarización partió de la premisa de que el país seguiría recibiendo crecientes recursos ligados con las remesas. Y de su vinculación con nuestro involucramiento en la guerra de Iraq mejor no hablemos, aunque sí deberíamos hacerlo en memoria de los que mueren en el camino.
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