La experiencia enseña que la democracia es alérgica a cualquier forma de extremismo, y, por consiguiente, de querer imponerse alguna forma del mismo, la que estaría en extremo riesgo sería la democracia misma, que tanto nos ha costado mantener saludable.
Escrito por Editorial.03 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica.
En el país tenemos una tradición extremista bien arraigada, que tuvo su momento culminante en el conflicto bélico, que estuvo realmente en el terreno prácticamente durante dos décadas. Si alguna de las partes en guerra la hubiera logrado ganar militarmente, hubiéramos tenido extremismo por tiempo indefinido. La fortuna histórica fue que la solución militar no fue posible para nadie, y eso posibilitó la solución política, que le abrió más espacios a la democratización nacional. Desafortunadamente, al pasar de la guerra fallida a la paz en construcción se desatendieron problemas que estaban germinando en aquellos años, como el de la violencia juvenil en ruta pandillera, y sobre todo el crecimiento vigoroso del crimen organizado; y desatenciones tan flagrantes como ésas nos tienen como estamos.
Desde luego, el extremismo no sólo se da en los planos de la ideología política, sino también en el manejo de cuestiones específicas. Hemos visto, para el caso, los estragos causados por el neoliberalismo extremista, y también los desatinos desatados por el fundamentalismo religioso. Y el extremismo se ve aun en cuestiones como la misma legalidad. Por ejemplo, el llamado “garantismo extremo” en el tratamiento de los menores delincuentes, que hoy son plaga en el país, está mostrando cuánto daño puede hacer un error conceptual de esa naturaleza.
En el caso de los menores y de la Ley Penal Juvenil, más que error conceptual lo que parece ser más frecuente es la comodidad del criterio corto y mecánico. Hay juzgadores que asumen posiciones radicales porque éstas no les exigen pensar, y, en cambio, la aplicación inteligente de la ley demanda raciocinios finos y maduros. En términos generales, el ejercicio de la justicia requiere no sólo una buena formación, sino habilidad suficiente para aplicarla.
En la democracia se admite toda la gama de las posiciones y de las actitudes frente a la realidad, porque el ejercicio democrático es justamente una competencia abierta y constante entre opciones diversas; y la democracia, para cumplir con esa función, constituye una especie de filtro depurador en constante movimiento, que va produciendo resultados identificables en el tiempo. Entre esos resultados el espontáneo predominio de la moderación sobre el extremismo. Éste toma el control cuando la democracia empieza a estar en crisis. Y uno de los signos más reveladores de la crisis de la democracia es el debilitamiento progresivo del sistema de partidos políticos. Claros ejemplos de esto los tenemos ahora mismo en el entorno latinoamericano, con casos como los de Venezuela, Ecuador y Nicaragua.
Si algo genera incertidumbre en nuestro ambiente es el no saber a ciencia cierta si el principal partido de izquierda, el FMLN, que hoy además es partido de gobierno, aunque esto se esté dando de una forma muy heterodoxa, sigue dispuesto a imponer un programa de extremismo ideológico, en el caso de que vuelva a llevar la delantera en 2012 y en 2014.
La experiencia enseña que la democracia es alérgica a cualquier forma de extremismo, y, por consiguiente, de querer imponerse alguna forma del mismo, la que estaría en extremo riesgo sería la democracia misma, que tanto nos ha costado mantener saludable.
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