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2010/08/26

El Faro- La audacia de Romero - ElFaro.net El Primer Periódico Digital Latinoamericano

Por Julian Filochowski.26 de Agosto. Tomado de El Faro.

Este domingo, la fiesta de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, habría sido el cumpleaños número 93 del martirizado arzobispo de San Salvador, Oscar Romero. Sin duda, será una celebración muy buena para él con los ángeles, arcángeles y toda la compañía del cielo.

Este año ya ha visto una explosión increíble de celebraciones litúrgicas y eventos especiales en El Salvador, Gran Bretaña y en todo el mundo en memoria de Mons. Romero, este año, el 30 aniversario de su asesinato.

Fue un verdadero "magnicidio". Un set de filmación de Hollywood y su coreografía no podían haber igualado el verdadero martirio del Siglo XX. En un país católico, con el nombre de Cristo ―El Salvador―, el Arzobispo Metropolitano fue muerto a tiros en el centro de la Misa tan pronto terminó su homilía y se trasladó al centro del altar para presentar el pan y el vino en el ofertorio. Fue asesinado con un sola bala disparada por un tirador de un escuadrón de la muerte, que fue sacado de ahí y nunca definitivamente identificado hasta la fecha.

Todo sucedió en la Capilla de la Divina Providencia del Hospital de Cáncer, donde Monseñor Romero vivió, a  las 18:26 del lunes 24 de marzo de 1980. Hubo conmoción, incredulidad, desesperación y llanto por todo el país, pero especialmente en las comunidades pobres, entre la gente sencilla rural y los habitantes de la ciudad a quienes había amado tanto, defendió con tanto valor y por quienes, al final, dio su vida. Pero hubo reacciones muy diferentes entre los oficiales militares y las élites más poderosas y ricas del país cuyos intereses las fuerzas de seguridad protegían con una represión brutal y mortal. De hecho, hubo brindis con champaña y fuegos artificiales para celebrar la muerte del Arzobispo por los que le habían vilipendiado y habían llegado a odiarlo con una pasión feroz.

Se puso fin a tres años dramáticos e inolvidables de su ministerio a la cabeza de la arquidiócesis de San Salvador. Fueron tres años, en los que Oscar Romero se volvió, poco a poco, visible para el mundo a través de su predicación y su ya legendaria presentación de la doctrina social católica y del Magisterio de la Iglesia a una nación sumergida en tensiones sociales explosivas. Pero, sobre todo, a través de sus homilías semanales que incluían las cuentas de hechos y denuncias de secuestros, asesinatos y atrocidades perpetradas tanto por el régimen militar como por las guerrillas de izquierda.

En un país atormentado por los abusos de derechos humanos, una tierra de mentira y encubrimiento que estaba cada día más cerca de la guerra civil, el arzobispo Romero dijo la verdad sin miedo, semana tras semana. Criticó a los terratenientes ricos por la explotación de los trabajadores de temporada, y denunció a los militares por sus torturas, asesinatos y por aterrorizar a la población rural. Esto llevó a  la persecución de la Iglesia: seis sacerdotes y decenas de catequistas laicos fueron asesinados en los tres años anteriores a su propio asesinato.

Pero también criticó a los grupos militantes de izquierda por la idolatría del "partido" y los secuestros y las ejecuciones que fluían de eso, y condenó a todos aquellos que intentaron manipular a las comunidades cristianas por motivos ideológicos. No iba a haber ninguna ambigüedad o confusión de propósitos entre las comunidades locales eclesiales y la acción pastoral de la diócesis con las otras agrupaciones organizadas hacia fines políticos partidistas.

Cada vez más se señalan los paralelos entre los tres años  de Oscar Romero como Arzobispo de San Salvador y los tres años de la vida pública de Jesús Cristo. La predicación, la enseñanza, la oración y la soledad, la cercanía a los pobres y el tierno amor de las personas vulnerables e indigentes, el coraje y la resolución, los insultos, la farisaica conspiración contra él, las dudas y los temores. Hubo un instante de Getsemaní para Romero mientras rezaba junto al cuerpo del sacerdote asesinado, Rutilio Grande, y se dio cuenta  de que si fuera a seguir hasta sus últimas consecuencias, esto, como él escribió “me puso en el camino al Calvario”. Y él asintió, él hizo una opción preferencial por los pobres y eso lo llevó a su martirio.

El día antes de su muerte habló en su sermón a los soldados rasos del ejército sobre una orden de abrir fuego contra civiles inocentes. Con gran pasión, los instó a ignorar una orden injusta de matar, que debía ser sustituida por la Ley de Dios que dice: "No matarás". Y en la conclusión, él les ordenó: "en el nombre de Dios: ¡Cese la represión". Sus palabras se interpretaron  como alentar a los soldados a un motín y a la insurrección cuando el país estaba "empapado de sangre" en vísperas de la guerra civil. 
En retrospectiva, parece similar a la acción de Jesús, al volcar las mesas en el templo antes de su crucifixión. Romero habló con audacia impresionante para tratar de salvar a su pueblo a pesar de que sabía que podría acelerar su muerte  que ―al igual que Cristo―, fue al final una ejecución  pública.

Pero el espíritu de Monseñor Romero está muy vivo ahora, especialmente en El Salvador. En una entrevista con un diario, la semana antes de morir dijo: "Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. No me enorgullezco, lo digo con la mayor humildad ... El martirio es una gracia de Dios, que yo no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, entonces... Yo perdono y bendigo a quienes lo hagan... Pero me gustaría que pudieran darse cuenta de que están perdiendo su tiempo. Un obispo puede morir, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no morirá jamás”.

Siguieron doce largos años de guerra civil con un saldo de más de 70.000 muertes, incluyendo aún más sacerdotes, monjas y agentes de pastoral. Los Acuerdos de Paz de 1992 llevaron a la formación de una Comisión de la Verdad que identificó a los que habían planeado, financiado y organizado el asesinato del arzobispo Romero, aunque no a quien  apretó el gatillo. No fue sino hasta este año que un nuevo presidente de El Salvador, Mauricio Funes,  decidió romper con el pasado y admitir lo que se había hecho. En nombre del gobierno de El Salvador hizo una apología pública, cargada de emoción, a la familia Romero, la Iglesia y el pueblo de El Salvador por la complicidad del Estado y sus agentes en el asesinato de Mons. Romero y por el posterior encubrimiento y el bloqueo de la justicia. Fue como cuando Enrique II va a la catedral de Canterbury a pedir perdón por el asesinato de Thomas Becket.

En 1990, la causa de beatificación de Oscar Romero fue inaugurada con la bendición del Vaticano. El Papa Juan Pablo II vinculó el asesinato de Romero al de Becket de Canterbury, sino a su propio predecesor como obispo de Cracovia siglos anteriores, Stanislaus Szczepanowski. Fue una inquietante mirada retrospectiva  al santo patrón de Polonia, de quien Juan Pablo era devoto y quien fuera asesinado en la catedral de Cracovia en 1079 por orden del rey Boleslao y canonizado en 1253. En sus últimos años Juan Pablo expresó más de una vez su deseo de beatificar a Monseñor Romero, a quien había llegado a admirar mucho: pero el proceso sufrió numerosos retrasos y sigue siendo hoy parte de la tarea inconclusa de su pontificado.

El Papa Benedicto XVI declaró públicamente en 2007 que el arzobispo Romero "merecía la beatificación, dando así un gran estímulo para los millones que ya “lo han canonizado en sus corazones”.  Pero los continuos retrasos provocan frustración. Es la esperanza ferviente de los que ofrecen la oración privada por su intercesión que habrá algún anuncio oficial de Roma, antes de este año de aniversario; es más, que el reconocimiento de Romero como un santo mártir de la Iglesia esté, finalmente, a la vista.

Él es hoy, irónicamente, un foco de unidad en la Iglesia y entre comuniones. Mons. Romero se erige como un testigo verdaderamente creíble del Evangelio y de la Resurrección de Jesucristo para el siglo 21, una figura que la Iglesia puede sostener en alto con orgullo en estos tiempos de duda y escepticismo.

El autor es presidente de la Fundación Monseñor Romero en Gran Bretaña.

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