Escrito por Renán Alcides Orellana.17 de Marzo. Tomado de Raices.
A la memoria de Monseñor Romero,
en el 30 Aniversario de su martirio.
Para 1977, una figura que en más de una vez desde niño me había sido familiar, se me volvió presente. Monseñor Oscar Arnulfo Romero había sido nombrado Arzobispo de San Salvador. En medio de una vorágine de violencia radicalizada del gobierno contra el pueblo, su papel, su proyección y su vida misma serían diferentes, en un escenario también diferente al que viviera años atrás como Obispo Auxiliar.
Yo siempre me he sentido muy cerca de Monseñor Romero, diríase durante casi toda mi vida. He recordado su nombre Oscar Arnulfo desde mi niñez, cuando en los albores de mi primaria, en 1942, supe de su viaje y estadía en el Instituto Pio Latinoamericano de Roma donde, según recuerdo, estudiaba Filosofía y Teología junto a mi tío Alberto y otros jóvenes salvadoreños aspirantes al sacerdocio. Eran jóvenes de mi admiración de niño: Oscar Arnulfo Romero, nacido en Ciudad Barrios el 15 de agosto de 1917; y cruzando el Río Torola, Alberto Luna en Villa El Rosario, mi pueblo natal.
Mi familia materna apreciaba mucho al joven Romero, un tanto por ser compañero de estudios de mi tío Alberto y otro tanto y más –según supe después- por su sencillez, humildad y alta calidad humana, verdaderos síntomas de su vocación religiosa. Recuerdo la preocupación de ambas familias, expresada por mi madre, debido a las noticias trágicas sobre la Segunda Guerra Mundial, en los sectores de Italia y el Mar Mediterráneo. Sin embargo, después de superar muchos peligros e inconvenientes, el retorno de los jóvenes sacerdotes a El Salvador fue una realidad. Casi simultáneamente, un día los padrecitos Romero y Luna oficiaron su primera misma, cada quien en su solar natal. Luego, cada uno partiría a su destino tras el servicio pastoral, en la parroquia que les fuera asignada por su diócesis.
El joven sacerdote Romero fue nombrado en Comacarán, su primera parroquia. Posteriormente, en 1947 pude conocerlo en San Miguel, poco después de haber sido trasladado a aquella ciudad. Yo era estudiante de primaria y como él residía en la Iglesia San Francisco, éramos vecinos, pues yo residía calle de por medio en la Pensión Hernández. Durante la misa dominical de las ocho de la mañana en la catedral migueleña, el padre Romero explicaba en detalle cada paso de la misa, mientras el celebrante Monseñor Machado y Escobar, Obispo de la Diócesis, oficiaba de espaldas a la feligresía y, para colmo, en latín. Todo mundo entendía con claridad el significado de la misa, quizás como en ninguna otra iglesia del país. Concluida la misa, a partir de las nueve el P. Romero coordinaba a un grupo de catequistas en su trabajo evangelizador a nosotros, los cipotes escueleros de San Miguel.
Aquella imagen, tan apreciada, había vuelto a mis proximidades afectivas desde otra perspectiva. Ahora, en 1977 regresaba de la diócesis de Santiago de María, Usulután, donde su relación con los potentados del café y de otras actividades financieras, le habían creado una imagen de persona conservadora a ultranza. Pero, sin perder su vocación eminentemente pastoral, pues sus actuaciones, en cualquier terreno, siempre estarían enmarcadas en la justicia a la luz del Evangelio. Mi madre le admiraba por la profunda robustez de su palabra, que enunciaba el Evangelio y denunciaba la injusticia. Y más, cuando, por decisión propia, el nuevo Arzobispo de San Salvador decidió establecer su residencia en la capilla del Hospital Divina Providencia, a pocas cuadras de la casa de mi madre, en la Colonia Toluca. A veces, los domingos mi madre comentaba que le había visto y se habían saludado de lejos; otras, que habían cruzado algunas palabras, casi siempre sobre la salud y bienestar personales y de la familia.
El 11 de marzo de 1977, durante el período presidencial de Arturo Armando Molina, la Guardia Nacional asesinó al padre Rutilio Grande en la zona de Aguilares y El Paisnal, al norte de San Salvador. El padre Rutilio encabezaba un grupo de sacerdotes y laicos, quienes mediante un intenso trabajo pastoral acompañaban a los campesinos en su organización y reclamos de mejores salarios y mejores condiciones de vida. Varias organizaciones campesinas, como la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) y la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) y numerosas Comunidades Eclesiales de Base (CEB), surgidas y creciendo a nivel de América Latina con el acompañamiento de la Iglesia Católica, mediante un trabajo eficiente y sostenido, creaban nuevos estados de conciencia, especialmente en el ámbito rural, en su lucha por la reivindicación campesina.
La muerte del padre Grande, especial amigo y confesor de Monseñor Romero, hirió hondamente al nuevo Arzobispo, como lo herirían en su oportunidad otros crímenes del ejército salvadoreño contra varios sacerdotes, fieles como él a la verdad y al Evangelio: Cosme Spessoto, de la orden franciscana y preocupado por la dignificación de los pobres; Alirio Napoleón Macías, Octavio Ortiz, Alfonso Navarro, Rafael Palacios, Ernesto Barrera, todos sacerdotes diocesanos, y otros. Entre 1977 y 1980 fui corresponsal de prensa en El Salvador del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), cuya sede está en Tegucigalpa, Honduras. Mi oficina estaba en el octavo piso de la Torre Roble, en Metrocentro. Desde esa altura me era muy fácil distinguir el templo de la parroquia La Resurrección de la Colonia Miramonte. Una tarde de mayo de 1977 me tocó observar a Monseñor Romero presidiendo el sepelio del padre Alfonso Navarro, cuyos restos descansan en el interior de ese templo. No pude, por tan lejos, apreciar el gesto ni la actitud de Monseñor al despedir a uno de sus jóvenes sacerdotes; pero conociéndolo como le conocía, imaginé su queja escondida y su furia divina ante tan abominable asesinato. Igual de doloroso e indignante que los de sus otros hermanos sacerdotes, víctimas de los escuadrones de la muerte, tan en boga en aquella época y después.
Monseñor Romero exigió justicia, sin que fuera oído. El 1 de junio de ese año asumiría la presidencia de la República el general Carlos Humberto Romero, producto de evidente fraude cohonestado por su antecesor, coronel Molina, de quien el general Romero había sido su ministro de Defensa. Dos Romeros distintos: Monseñor Romero y el general Romero, polos opuestos que, a partir de entonces, muchas gentes y la historia misma, a tono con expresiones de religiosidad popular, los han simbolizado respectivamente como “la reencarnación del bien y el mal”.
Como Monseñor Romero no viera ninguna diligencia oficial hacia el esclarecimiento de este y tantos otros crímenes, se negó a participar junto al Ejecutivo en los actos de toma de posesión presidencial del otro Romero, rubricando su negativa con una lapidaria frase.
-Mientras no haya avances y buena disposición del gobierno para investigar el asesinato del padre Grande y demás crímenes, yo no acompañaré al Ejecutivo en este y otros actos-, proclamó con sentido profético el Arzobispo Romero.
Y no lo acompañó. Ese sería el despegue de un conflicto entre el Gobierno y Monseñor Romero, no se diría del Gobierno contra la cabeza de la Iglesia, porque aparte de dos o tres obispos consecuentes con los ideales y la acción pastoral de Monseñor Romero, el resto de la jerarquía no sólo le contrariaba sino que lo adversaba, como muestra franca de connivencia con el gran capital oligárquico y sus excluyente modelo socio económico y de injusticias contra la población más humilde.
A partir de entonces, Monseñor Romero increparía al régimen de turno, por las constantes violaciones a los derechos humanos de muchos salvadoreños y salvadoreñas, víctimas de represión, destierro, secuestro, prisión y asesinato. Reclamaría por la más de media docena de sacerdotes y tantos catequistas rurales y ciudadanos honrados, que habían sido asesinados. Monseñor venía enfrentando estas acciones con palabra fuerte y reclamando justicia, aún a costa de los enormes riesgos que implicaba su denuncia. Era su compromiso cristiano de ser la voz de los sin voz; es decir, vocero de los desposeídos que clamaban justicia ante las arbitrariedades y abusos institucionales.
Para 1980, desatada la guerra interna, la mayor preocupación de los Estados Unidos, en su política hacia El Salvador, estaba relacionada con la constante violación a los derechos humanos, que planteaba expectativas sombrías por la inconformidad popular, dentro de la cual era relevante el papel de denuncia evangélica de los activistas religiosos, que acompañaban al pueblo en sus demandas. En ese marco, el 24 de marzo de 1980 se da el incalificable asesinato del Arzobispo, Monseñor Romero, cuya muerte evidenció luto general e incontables protestas a nivel nacional e internacional, con demandas posteriores por la impunidad del crimen. Un día antes, el 23 de marzo, durante una misa en la Basílica del Sagrado Corazón, en el centro de San Salvador, precisamente cuando la cantidad de asesinados y desaparecidos por el ejército salvadoreño ascendía a millares y parecía incontenible, Monseñor Romero, con su anuncio del Evangelio y su denuncia de las injusticias, con grito profético había clamado desde el púlpito:
-En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!
Al día siguiente, mientras Monseñor Romero oficiaba una misa en memoria de doña Sara de Pinto, madre del periodista Jorge Pinto, en la capilla del Hospital Divina Providencia, una bala explosiva procedente de un fusil calibre 22, equipado con mira telescópica y disparada por un tirador experto, le ocasionó la muerte. Yo estuve en el sitio del crimen minutos después del disparo mortal, pues mi madre me dio la mala noticia momentos después de ocurrido el hecho y, dada la proximidad de nuestras residencias con la del Arzobispo y su Capilla, me fue fácil llegar casi a tiempo. No a tiempo para verle por última vez, sino minutos después de que su cuerpo, aún con vida, era trasladado a la Policlínica Salvadoreña donde, a pesar de los esfuerzos médicos, falleció. Ahí comenzaría sin duda un eterno cargo de conciencia, si es que la poseen, para los promotores intelectuales y físicos del abominable crimen. Pero también, una enorme conciencia de resurrección hacia todos los rumbos del planeta, partiendo del sitio de su muerte y del dolor intenso de quienes le apreciamos.
El sepelio de Monseñor Romero el 30 de marzo fue otro acontecimiento que enardeció corajes e incendió conciencias, seis días después del asesinato. La indescriptible multitud, mezcla de dolor e indignación, llenaba por completo la Plaza Barrios, frente a la catedral Metropolitana en el centro de San Salvador. Las aceras del Palacio Nacional y de los edificios que rodean la plaza, abarrotadas de gente eran el marco de aquella impresionante concentración. Con varios acompañantes, nos ubicamos en un predio justo frente a la entrada principal de la Catedral, lugar donde se había erigido el altar para la misa fúnebre. Una tensa calma, sin visos hasta entonces de posibles e inquietantes brotes de violencia, gravitaba en la plaza y sus contornos, al inicio de la misa. Un árbol enorme nos regalaba abundante sombra.
Llegó la hora de la homilía. Monseñor Ernesto Corripio Ahumada, obispo mexicano venido exclusivamente al funeral, pronunciaba frases relacionadas con el sacrificio y hacía referencia particular al martirio de Monseñor Romero. De pronto una explosión, o varias. El sobresalto unánime de todos, especialmente los que estábamos más próximos a la entrada de la Catedral. Pareció que en un sitio vecino al Palacio Nacional o al predio universitario, habían estallado lo artefactos explosivos. También se escucharon disparos que, posteriormente, se adjudicaron a Guardias Nacionales apostados en la planta alta del Palacio Nacional. Confusión total, tremenda. Y lo esperado, la gran desbandada sin sentido y sin brújula. La gente trataba de huir atropellándose, todos buscando una salida entre aquel mar humano, cada vez más descontrolado y horrorizado. Los que pudieron ingresaron al templo saltando los muros laterales, otros tuvimos que buscar la calle más apropiada y libre. Frente a la Catedral había cuerpos desvanecidos o heridos por los golpes de quienes intentaban correr y gran cantidad de zapatos y otros objetos personales, tirados sobre el pavimento. En el interior del templo, quienes pudieron acompañaron al Obispo Mártir a la hora de su sepelio.
Puestos a salvo los de mi grupo acompañante y yo, en horas del mediodía regresamos a nuestras casas. Por la tarde, contra todo riesgo, volví al sitio del suceso por curiosidad personal y periodística y, además, porque desde la mañana el estacionamiento contiguo al parque San José había sido bloqueado y mi vehículo obligadamente secuestrado. En ese sector, el saqueo de almacenes pequeños, especialmente de electrodomésticos, era evidente. Televisores u otros enseres eléctricos al hombro, los saqueadores actuaban con libertad e impunidad. Con vestigios todavía del hecho, sobre el escenario frente a la Catedral gravitaba una sensación de reclamo social, de angustia y tristeza. La gente que por alguna razón es de permanencia diaria en la plaza, seguía comentando lo ocurrido, con evidente ira e impotencia. Un suceso más producto del caos y la ingobernabilidad, atribuido al ejército y a grupos paramilitares. La Junta Revolucionaria de Gobierno, con su tendencia represiva, había sido el marco de otro golpe al corazón del pueblo salvadoreño.
Desde antes del asesinato había signos que anticipaban tragedia. Monseñor Romero presentía su muerte. En una entrevista que concedió tres semanas antes del crimen, precisamente durante los días más difíciles de amenaza y represión, como una premonición evangélica Monseñor Romero, como para dejar constancia del inminente peligro que corría, había dicho unas palabras proféticas:
-Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin jactancia, con la mayor humildad...
En una homilía, días después también habría dicho:
-Que mi sangre sea semilla de liberación.Y en otra:
-Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás...Como periodista he confirmado que, durante muchos años, militares, gobernantes y oligarcas y algunos poderes eclesiásticos, sus hermanos obispos y cardenales de curias y, lo peor, humilde gente del pueblo cegada por el discurso demagógico, guerrerista y exacerbadamente anticomunista; todos, han querido silenciar y enterrar la presencia de Monseñor Romero. Pero, cada día les resulta más difícil a sus detractores opacar su egregia figura. Mientras algunos de ellos intentan justificar con insultos su contrariedad ante la grandeza del Obispo Mártir; otros, quizás los menos, en aras de la verdad y por honradez, no pueden hacerlo. Uno de sus hermanos obispos detractores fue Monseñor Marco René Revelo, quien fuera Obispo Auxiliar de Santa Ana y uno de los más férreos opositores al proceso evangelizador de Monseñor Romero.
Recién había regresado yo de mi exilio en Panamá, a principios de agosto de 1981, en ocasión del Día del Periodista Salvadoreño, que se celebra el 31 de julio, varios periodistas fuimos invitados por la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES), a una recepción en el auditorio del Hospital Divina Providencia, donde las monjas Carmelitas nos ofrecieron pollo deshuesado como plato central. Como presidente de la CEDES, Monseñor Marco René Revelo ofreció el agasajo en reconocimiento a los hombres de prensa. Estaba acompañado de Monseñor Gregorio Rosa Chávez, Obispo Auxiliar de San Salvador, fiel y leal seguidor de Monseñor Romero y responsable de la Comunicaciones de la CEDES. A la hora del diálogo, un periodista recordó a Monseñor Revelo su férrea oposición al trabajo pastoral de Monseñor Romero.
-Cierto-, respondió Monseñor Revelo, con evidente humildad. - Le reproché siempre porque usaba el púlpito para hacer política; pero puedo asegurarle a usted, con toda certeza, que no habrá en el país y en este siglo un hombre de oración como Monseñor Romero.
Hubo aplausos: por un lado, de elogio al Arzobispo desaparecido y, por el otro, de reconocimiento espontáneo a Monseñor Romero, de uno los obispos salvadoreños que más le criticaron en vida.
No podía ser de otra manera. Por fuerza de la justicia divina y humana, hombres y mujeres de fe del mundo rinden mayor tributo cada día a la memoria de Monseñor Romero. En muchos sitios públicos se honra su memoria eclesial y profética. En la abadía de Westminster, de Londres, una estatua suya se yergue majestuosa irradiando luz a la feligresía, a pesar de ser, en su mayoría, protestantes. En Edmonton, Canadá, gracias a la guía eficaz de los compatriotas residentes allá, Jesús Alférez y José Alberto González, en junio de 2008 pude visitar la Escuela de Bachillerato “Monseñor Oscar Romero”, en una zona residencial de aquella ciudad. Fue creada en 2004 como proyecto oficial católico, con apoyo de vecinos, las Comunidades Eclesiales de Base y el Centro Monseñor Romero. “Una escuela oficial nominada en franco y reverente homenaje al Arzobispo Mártir”, escribí yo, entre otras cosas, en mis columnas periodísticas, a mi regreso al país.
José Alberto es un expatriado de la guerra, por quien tuve acceso para una entrevista a Mike Carby, exdirector fundador de la Escuela. - La idea de crearla fue generar una actitud diferente en los jóvenes, bajo principios auténticamente cristianos y de verdadera conciencia social hacia las comunidades,- me dijo Carby. - Y se propuso el nombre de Monseñor Romero por su coherencia humana y cristiana. Desde entonces, aparte del significativo nombre, el ideal de Monseñor Romero es nuestra guía-, me recalcó Carby.
Y algo especial, me impresionó leer en el frontispicio de la Escuela, destacada en letras de mármol, aquella frase profética de Monseñor Romero: “We plan the seeds that one day will grow” (“Nosotros plantamos la semilla que un día crecerá”), profética de verdad, pensé entonces y lo repito ahora.
En El Salvador, entre tantas nominaciones de calles, avenidas, parques, edificios y otros sitios públicos, para los capitalinos es especial punto de referencia la estatua de Monseñor Romero, erigida en la plaza de su mismo nombre, frente a la otra plaza dedicada al Salvador del Mundo, en la parte sur de la Colonia Escalón. También, en la pared de fondo del altar mayor de la capilla del Hospital Divina Providencia, de la Colonia Toluca, precisamente donde fue asesinado el Pastor Mártir, con letras en alto relieve, destaca la siguiente frase:
-En este lugar Monseñor Romero ofrendó su vida por su pueblo.Y así, siguen y seguirán las menciones y homenajes a San Romero de América, mientras la feligresía verdaderamente católica de El Salvador y del mundo, que ya lo ha canonizado popularmente, espera confiada el día de su canonización oficial.
Después del asesinato del Obispo Mártir y durante la siguiente década, la impunidad seguiría en El Salvador. Una perversa Ley de Amnistía, decretada en 1992 y matizada como necesaria en un intento reconciliador entre los salvadoreños, además de oscuras maniobras judiciales, ha mantenido en la impunidad el abominable crimen de Monseñor Romero y de tantos salvadoreños y salvadoreñas, entre religiosos y seglares, a pesar de las demandas de justicia, a nivel nacional e internacional. Testimonios de comisiones especiales y de organismos de derechos humanos han señalado al fallecido mayor Roberto D’Aubuisson, fundador del derechista partido ARENA, como el responsable intelectual, y al capitán Álvaro Saravia uno de los coordinadores materiales del atentado.
Con únicamente la negativa del partido ARENA y sus seguidores, los testimonios generalizados confirmaron las acusaciones, que todavía no logran el esclarecimiento del crimen contra Monseñor, como no lo logran para el resto de salvadoreños víctimas del ejército, antes, durante y después de la guerra. Yo cuantas veces he podido, he reafirmado mi respeto y admiración al Obispo Mártir, de quien siempre he llevado los mejores recuerdos; primero, por la relación de amistad suya con mis familiares, como puente fraterno entre Ciudad Barrios y Villa El Rosario; y segundo, por esa vida suya tan llena de fe y de entrega a los más humildes por quienes, tal como ocurrió, fue capaz de ofrendar sus sentimientos y hasta su vida.
Sin embargo, tal como escribiera yo mismo en su oportunidad, la culminación de mi caminar de siempre un poco cerca de Monseñor Romero, se dio con la declaración jurada de mi conocimiento sobre su vida cuando, el 31 de mayo de 1994, testifiqué ampliamente sobre su vida ante el Tribunal que instruye “la causa de canonización del Siervo de Dios, Monseñor Oscar Arnulfo Romero”, en la oficina respectiva del Arzobispado de San Salvador. Durante una larga jornada de más de cuatro horas, mi condición de testigo reprodujo, al igual que lo hicieran los otros cerca de 40 testigos, toda mi vivencia y conocimiento sobre el pastor durante mi vida personal y profesional, hasta el fatídico instante aquel en que la bala asesina le quitara la vida.
Muchos somos los que aguardamos pacientemente esa canonización a nivel mundial, muchos que hacemos eco de la nominación San Romero de América que hiciera anticipadamente a su canonización a Monseñor Romero, el Obispo poeta brasileño don Pedro Casaldáliga. Premonición y presentimiento positivos sobre la canonización, la cual -según denuncia conocida- podría retardarse más de lo necesario, en virtud de intereses políticos en el Vaticano, conjugados con intereses oligárquicos de El Salvador. Pero, como Dios tarda pero no olvida, seguirá viva la esperanza.
(Del libro LO QUE PASA CUANDO ELTIEMPO PASA, 2009)
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