Óscar Arnulfo Romero tenía el rostro más blanco que un papel, sudaba y trasudaba y el cuerpo entero le temblaba por debajo de la sotana negra. Estaba en el centro de la calle, justo entre la iglesia del Rosario y el parque Libertad. Era una noche de finales de 1979 o principios de 1980, cuando el odio crecía y la vida no valía nada. Ni siquiera la vida de Monseñor.
Escrito por Geovani Galeas. 16 de Marzo. Tomado de Diario Co Latino.
En la iglesia, las Ligas Populares velaban a más de veinte de sus militantes asesinados ese mismo día en una manifestación callejera. En el parque, al frente de dos compañías de policías y varias tanquetas, un oficial pugnaba por tomar el templo a sangre y fuego. De un lado, los cantos y las consignas revolucionarias intransigentes; del otro, las órdenes del oficial disponiendo la tropa para el asalto, el ruido seco del corte de cartucho de los fusiles.
La zona había sido evacuada por completo. Solo a Romero y a dos o tres de sus asistentes se les había permitido ingresar en calidad de mediadores para evitar otro baño de sangre. Pero los ánimos estaban demasiado caldeados. Horas antes, los revolucionarios habían capturado dentro del templo a un policía vestido de civil infiltrado en la vela; y además, un compañero de este había logrado pasar inadvertido, pero pudo escapar.
El oficial llegó con sus hombres y las tanquetas para exigir la entrega del policía capturado, pero había un grave problema: los revolucionarios, indignados por la muerte de sus compañeros, ya habían ultimado a golpes al policía, y no era cuestión de entregarle un cadáver maltrecho al enfurecido oficial, que además estaba visiblemente ebrio. Romero, que ignoraba la situación real, negociaba a gritos con unos y con otros: suplicaba a los de la iglesia que se le entregara al cautivo, y suplicaba a los militares que no fueran a disparar.
El oficial perdía la paciencia aceleradamente y comenzó a preparar la maniobra de asalto. Los revolucionarios tenían unas cuantas armas cortas y granadas hechizas, pero no suficientes como para enfrentar la embestida. Aquello sería otra matanza. Yo estaba detrás de la puerta cerrada del templo, con el alma en un hilo. Por una rendija podía ver a Romero en el centro de la calle. Al comenzar los movimientos de la tropa y el estruendo de la cargazón de las armas, el religioso comenzó a temblar y a clamar cordura.
En la iglesia subió el volumen de los cantos y las consignas. En el parque, el estampido de las botas y los gritos del oficial: “¡Vamos a entrar, cabrones subversivos!... ¡Hágase a un lado viejo pendejo, o me lo quiebro también a usted, hijo de puta, comunista ensotanado!” Romero abrió los brazos temblorosos en cruz y gritaba: “¡Muchachos, por amor a Dios, entréguenme al prisionero... Señor oficial, espérese, no vaya a cometer una locura”. Y en voz más baja decía: “¡Dios mío, me van a matar a mí también!”
Había en el ambiente un espeso olor a muerte, a rabia y a miedo. La tropa avanzó unos cuantos metros gritando improperios al religioso, que seguía en el centro de la calle con los brazos en cruz, sudando y temblando cada vez más copiosamente.
Esa noche yo no vi ahí a un alto dignatario acobardado ni a un santo que había descendido al miedo: vi a un hombrecito temeroso que por sobre sus debilidades plenamente humanas se elevaba al heroísmo. Solo su presencia en medio de los dos odios evitó otra matanza. Para mí no volvió a ser “Monseñor” y no sería “San Romero de América”, solamente Romero, un hombre admirable.
Con tanta autoestima no es de extrañar que el comentarista no vea mas que un hombre admirable en Mons. Romero. Es extremada y hasta innecesaria la autosuficiencia en el comentario. Deja entrever ademas que el sr sabe que a Mons se le utilizo( al cuilio le habian matado a golpes y Mons todavia de pie, con miedo pero sin moverse, sin saber que la demanda del otro cuilio ya no tenia sentido, com miedo pero alli). No se si el relato es veridico, no se si el comentarista presencio la situacion de la manera que la relata. Lo que si se es que durante la guerra civil pude ser testigo de que muchos guerrilleras(os)no eran hombres y mujeres de guerra sino personas de paz, que honestamente se envolvieron en el conflicto por que creian necesario y urgente, un cambio rapido en las estructuras de nuestra sociedad. Habian otros que no necesitaban mucha conviccion para andar alli y hacer un buen papel guerrillero. Vi debiluchos, enclenques, que nunca se quejaron por el esfuerzo fisico y psiquico que el conflicto les imponia. Los nervios les traicionaban cuando la cosa apretaba pero no tiraban la toalla, se quedaron y pelearon aun cuando iba en contra de la naturaleza de sus personalidades y tambien de su fisiologia. Pero alli se quedaban. Por principios no por intereses, muchos como Monseñor se murieron. Si se pudiera cuantificar la falta que le hace a nuestra sociedad un poco de lo que Monseñor tenia, encontrariamos facilmente la salida al tunel sin fin en el que nos encontramos.l Personalmente veo a Monseñor como la suma de lo mejor que nuestro pais ha generado desde siempre. Su vida y muerte reune honestidad consigo mismo y hacia los que creian en el, responsabilidad ante el projimo( especialmente los mas pobres y vulnerables al sistema), lealtad a sus principios de vida, un amor profundo por su pueblo y una fe en un mejor futuro para el pais. Independientemente de si se le utilizo o no, de si temblaba o no en situaciones de muerte, Monseñor es la sintesis de todo el derroche de lealtad, idealismo, firmeza, heroismo y valentia que los salvadoreños arrojamos a nuestra propia historia reciente. Por todo eso hay centenas de miles de salvadoreños , sencillos y humildes que necesitamos a nuestro San Romero para sobrellevar el calvario, en el que ilustres y sobrados conciudadanos nos han metido. De si hay quienes lo ven con ropas civiles o no es lo que menos importa por ahora y para siempre.
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