Escrito por José Jorge Simán Jacir. 22 de Marzo. Tomado de El Faro.
En los días posteriores a la muerte de Monseñor Romero, el famoso teólogo Gustavo Gutiérrez me dijo: “La historia de la Iglesia en América Latina se va a dividir en antes y después de Monseñor Romero”. Al reflexionar sobre esto, no me cabe duda de que Monseñor Romero cambió la perspectiva de la iglesia no sólo en América Latina sino en el mundo entero. La visión de Monseñor y su ejemplo de vida y fe está en Inglaterra, en Suecia, en España, en Estados Unidos, en Venezuela, en Brasil, en Cuba, en India, en Sierra Leona, en El Vaticano. Su proceso de beatificación ha generado apoyos de todas las latitudes y se ha abierto paso a través de las más rigurosas evaluaciones canónicas. En nuestro país, el antes y después no ha sido negado ni por sus detractores e inspira – protagonismo que él nunca buscó - comportamientos individuales, formas de acción y comunicación de la verdad en la iglesia, movimientos sociales y gobierno. La iglesia no es la misma después de Romero, nosotros los salvadoreños tampoco, y aún sus impactos seguirán en el tiempo.
Creo que su amor al prójimo lo llevó a buscar la justicia basada en la verdad y en decir la verdad para cambiar las desigualdades, la situación de injusticia. Era incesante su preocupación por comprobar con exactitud lo que pasaba, antes de su prédica se exigía así mismo y a sus colaboradores ir más allá de los medios de comunicación y de los rumores; recuerdo cómo encargaba al Padre Moreno a realizar investigaciones exhaustivas, objetivas y transparentes. Por eso, sus homilías lo fueron transformando en el árbitro de la gente y de la realidad.
Su libertad ―expresada por su seguimiento a Jesús como único criterio― le dieron la valentía y la fuerza imprescindibles para enfrentar la borrascosa situación que vivía el país, con la verdad y dibujarnos un mejor horizonte.
Su humildad y su amor a todos lo caracterizaron: el día de su muerte, cuando ― impactado por la noticia ― subía las escaleras al Seminario de la Montaña, me encontré con una mujer pobre que, sentada en las gradas, lloraba desconsoladamente; cuando me le acerqué y traté de consolarla me dijo:”ahora, ¿quién se va preocupar por nosotros?, hemos perdido a nuestro padre”. Su costumbre era hablar con todos: con el Subsecretario de Estados Unidos, con el investigador de la Santa Sede, con las personas angustiadas, llorosas y humildes que venían a pedirle su intercesión…
Treinta años después, El Salvador continúa debatiéndose entre la pobreza y las desigualdades sociales, frente a las cuales aún no logramos consolidar resultados efectivos. Quizás volvería a encontrarme con la señora desconsolada en aquellas gradas solitarias, pero ahora le diría que la voz de nuestro padre está cada vez más fuerte y que nos acompaña en nuestros esfuerzos por sobreponernos y recuperarnos siempre a todo lo fallido y seguir y seguir, presionando a Dios, en nuestros intentos por apartar al país de la miseria y el descontento.
Sin duda, la figura de Monseñor Romero es el horizonte de los salvadoreños, y de muchísimos ciudadanos de numerosos países. Él es la esperanza que cuestiona el presente… Esperanza y crítica del presente pero que también nos señala el camino…el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios que incluyan ofensas o amenazas no se publicaran.