Escrito por René Lovo. 04 de Marzo. Tomado de Contra Punto.
El teatro y el arte no deben perder su naturaleza transgresora, subversiva, es allí justamente donde radica su valor más político.
SAN SALVADOR - Hago reflexiones sobre ¿Qué papel tenemos los artistas en la sociedad? o ¿Qué acciones trazarán nuestra ruta, enmarcadas en el supuesto compromiso con lo poético y político? Y ¿Qué nivel de debate personal y colectivo se genera a partir de nuestra búsqueda y experimentación? Y más, más preguntas surgen si le doy hilo a la infinita duda que marca la constante en nuestro qué hacer. Soy actor y director de teatro, al menos eso creo, la verdad a veces ya no sé ni qué decir, cuando transitamos en un mundo tan contaminado de diletantismo, que por pudor algunas veces, cuento hasta tres para decidir responder qué oficio hago. No por vergüenza, más bien por honestidad.
Echar una mirada alrededor y comparar el teatro que hago con lo que realmente quisiera ver, o ver lo que los colegas hacen y parangonar con lo que a mí me gustaría hacer, plantea debates, muchas dudas que a veces, en la mayoría de los casos, terminan escudriñándose en la más intima soledad porque, en el medio, aún no aparecen los espacios apropiados para generar discusiones supuestamente serias sobre la situación del arte y más particularmente del teatro salvadoreño. Debates que ya deberían ser posibles, naturales y hasta necesarios sobre lo poético, lo técnico, lo formativo y naturalmente sobre lo político.
Hace poco un colega hablaba sobre su función política en el teatro, y tenía mucha razón cuando afirmaba que su postura política se sustenta en su producción teatral, que es a través de su trabajo cómo él marca su perspectiva y visión política de las cosas. Me pareció muy bien y creo que es sano que comiencen a aparecer este tipo de posturas, lo digo porque el colega que hablaba de esto pertenece, digamos de alguna manera, a la nueva generación de creadores teatrales. Aclaro bien, porque no debo incluir en esta novedad a otros colegas de la generación más adulta, quienes desde hace muchos años definieron esta misma postura política no sólo a través de su trabajo, sino en muchos de los casos arriesgando su propia vida, en aquel tiempo en que la realidad creía que hacer un tipo de teatro revelador desde lo poético significaba subversión y peligro.
El teatro y el arte no deben perder su naturaleza transgresora, subversiva, es allí justamente donde radica su valor más político. Pero naturalmente esto depende de su calidad poética. Es decir, de la capacidad de articular todos los elementos temáticos y formales para que instalen en el escenario el campo magnético que va a producir en la percepción del espectador una especie de colisión que abrirá una particular visión y reflexión sobre la vida y la realidad.
El problema aparece cuando este campo magnético no se produce y vemos en el escenario una infinita secuencia de movimientos, discursos e imágenes que no acaban de revelar específicamente nada, y entonces pareciera que el teatro y el arte se convierten en una antojadiza sopa de todo, que es capaz de introducir cualquier condimento e ingrediente sin saber realmente de dónde proceden ni cómo combinarlos. Ahí se pierde el sentido poético y político y se convierte en experimento o juego de diletante. Todo porque, con el pretexto de que la posmodernidad legaliza o ha puesto de moda que cualquiera puede ser artista, performador, visualizador, músico y poeta.
Es verdad que todos somos creativos y creadores, pero mucho cuidado, porque la función política del arte radica en su poética y su lenguaje; y toda poética pasa por una actitud ética hacia el trabajo y el proceso creador, sobre todo cuando existe la comprensión de que lo creativo se refiere específicamente a descubrir y hacer posible aquello que desconocíamos y éste, es un proceso largo y prolongado que se da a través de la madurez del artista. El lenguaje es la expresión más política del artista. Por ahí leí en algún lugar, creo que Luis de Tavira lo dijo: “El actor de teatro es aquel que hace posible aquello que los demás sólo pueden hacer cuando están dormidos”. Yo extendería esto mismo a los artistas en general, respetando la especificidad de cada uno.
Pero ¿Qué es aquello que quieren o sueñan los demás? Si suponemos que todo esto pasa por lo filosófico, moral, religioso, sexual, ideológico y social, podríamos llegar a la conclusión que lo que los demás quieren es felicidad, vivir de alguna manera con felicidad. Es decir la gente trabaja, descansa, vive, quiere estar bien. Esto puesto en la realidad significa que precisamente, al menos en una sociedad como la nuestra, es de lo más irreal. Si echamos un vistazo por eso que se llama realidad, enseguida comprendemos que lo que existe es todo lo contrario, ¿Es la gente feliz? ¿Lleva la gente una vida equilibradamente acorde a sus deseos y a la razón de sus esfuerzos?
Pero además ¿Para qué sirve el arte, el teatro? Por ahí se ha dicho bastante que para nada. ¿Deben los artistas reflexionar sobre esto, es responsabilidad de ellos responder estas preguntas? En lo personal siempre he creído que la relación que existe entre lo que hago, lo que vivo y lo que veo es fundamental para entender mi trabajo.
Hablando de lo que se mira, es abrumadora la manera cómo la degradación de lo humano se manifiesta, pareciera que hemos heredado un destino condenado al aniquilamiento y la desidia. Como si la sociedad hubiera sido atravesada por una mano promiscua y miserable que desguazó lo poco que quedaba de pie. Al menos en términos literarios así parece lo que en términos sociales engendró la clase política que erigió el país en el último medio siglo. Nefasto. Pero como bien dice el dicho, no hay mal que por bien no venga, la reacción de la acción, podría en todo caso presentar otros ángulos de vista.
Saber que la sociedad atraviesa desde hace muchísimo tiempo por una situación precaria, desequilibrada, injusta, codiciosa, dominada y dirigida por un grupo (afortunado) de políticos y empresarios que nunca les importó que el resto de la sociedad se hundiera en el destino más ominoso, saber esto, tiene de alguna manera que influir en la poética de cualquier artista. Atacar y develar estas conexiones epidérmicas de la realidad es en todo caso material para el arte. Enfrentar cual torero los procedimientos formales que permitan descubrir un lenguaje que aborde esa realidad es al menos otra opción.
Si bien es cierto que el arte no tiene límites, ni precio, ni ideología, y me voy a atrever a decir que ni moral, incluso creyendo en la presunción de que el arte es territorio de libertad total para la creación; sí es prudente reconocer que tiene reglas, reglas formales, (porque de contenido ya estamos hundidos y rebalsados) compromisos con el lenguaje que es la columna vertebral de su poética. Me refiero al lenguaje en el sentido de que todo lo que el arte tenga que decir, lo hará a través de la forma, entonces si aceptáramos esta hipótesis, se estaría reconociendo que lo revolucionario en el arte es la forma, no el contenido. Es decir, podemos hablar de cualquier tema o contenido, pero el problema no es ese, es cómo vamos hablar de él. Podemos hablar de cosas tan simples como ir a la tienda a comprar pan o de cosas más complejas, como por ejemplo: De cómo la sociedad salvadoreña fue llevada contra la espada y la pared durante los años setenta, al punto que una parte de ella, tuvo que tomar las armas para defenderse e intentar cambiar la realidad política del país.
¿Cómo resolver artísticamente estos contenidos? ¿Contando la historia, ilustrándola, explicándola, etc? Ese no es el papel del arte ¿Y entonces cómo? Dependerá de la forma para que alcance un valor artístico, no estético, sino poético y por lo tanto político. Porque dependerá de la capacidad de entrar en el terreno de lo humano, de lo íntimo, irracional, lo inefable, de lo imaginario, de lo personal, de la vida, para instalarse en la percepción del espectador. El espectador creará, tejerá, explicará y hará una lectura análoga de la historia mientras el artista le produce las metáforas, las imágenes, las situaciones, etc; que ejecutadas y articuladas por un “cómo” formal, romperán la barrera de lo convencionalmente comunicativo e instalarán lo poético y artístico. Tadeusz Kantor decía que el teatro es la más bella de las artes por encontrarse precisamente entre el arte y la vida.
La vía más responsable para lograr lo poético y lo político en el arte es la práctica, la experimentación, el estudio, el entrenamiento y la investigación. En el caso del teatro el actor es su propio objeto e instrumento de trabajo, por lo tanto la obligación de contar con un cuerpo entrenado es básica. Pero, vale preguntarse ¿Existen escuelas de teatro en El Salvador, o de arte? Este tema entrará en discusión probablemente en los próximos años. El hecho es que para ajustar la relación entre el arte y la sociedad, es necesario pasar por la discusión de lo formativo. ¿Para qué una escuela de artes en el país? ¿Qué haríamos con los estudiantes, hacia dónde se les orientaría su oficio? ¿Necesita el país promociones constantes de artistas?
Esta discusión no se ha tenido nunca. Pero qué sucedería si por ejemplo, en cien Casas de la Cultura del país, hubiera un profesor de teatro o de danza y música, pero profesores que hayan pasado por un proceso de estudio y aprendizaje de su disciplina por lo menos tres años. O vayamos más lejos. Supongamos que en cada municipio, en los barrios, casas comunales se desarrollaran talleres de formación artística y que la orquesta sinfónica nacional o juvenil pudiera hacer giras por los diferentes teatros o espacios alternativos del país, lo mismo que diferentes grupos de teatro, danza, etc; Y que el público rebalsara las presentaciones, especialmente los estudiantes de los institutos nacionales y por qué no también que parte de las giras nacionales de arte incluyeran las cárceles u otros sitios desacostumbrados como parte del itinerario.
Es muy probable que los artistas encontrarían mayores motivaciones para crear, investigar, construir propuestas poéticas más completas y comprometidas con el milagroso público que los estaría esperando, porque para los artistas, el público y lo que la obra descubre cuando entra en diálogo con ellos, es un milagro.
Entonces quizá esa realidad ominosa, nefasta que hemos heredado como país desde siempre, encuentre junto con otras actividades importantes para la vida nacional, nuevos senderos de cambio y humanización.
El problema en El Salvador es formal. La realidad ya rebalsó a la realidad. Lo revolucionario hoy es la forma. El dilema es ¿De qué forma se va a orientar el país, de qué forma se está haciendo la política hoy, de qué forma se puede redistribuir la riqueza, de qué forma se puede llegar a las grandes mayorías, de qué forma se combate la exclusión, de qué forma…….…..?
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