Escrito por Oscar Martínez (oscarmartineznerio@gmail.com). 12 de Marzo. Tomado de Diario Co Latino.
El 28 de febrero de 1977, apenas a seis días de haber llegado Monseñor Romero a la más alta investidura de la iglesia católica en El Salvador, atravesó sin mayores contratiempos la primera de la que sería una sistemática y estructurada opresión y represión criminal que llegaría a cobrarle a él mismo su vida tres años más tarde con su asesinato: la masacre en la Plaza Libertad, como respuesta a la exigencia popular de respeto a los resultados electorales y protestas contra el fraude que llevó a la presidencia al Coronel Romero.
Monseñor no emitió ninguna declaración pública al respecto. Pero unos días más tarde, el 12 de marzo, asesinaron al padre Rutilio Grande y dos acompañantes en el municipio de Aguilares.
En esta ocasión, con su respuesta mostró su convicción, su arrojo, su compromiso como pastor, su valentía y su plena y verdadera opción preferencial por los pobres sin ninguna vacilación, sin ningún titubeo, sin ninguna contemplación, sin ninguna ambigüedad, sin ninguna indulgencia y contravino y derrumbó de allí en adelante las formas y prácticas de poder que hasta entonces habían ejercido las instituciones, la Iglesia, el Gobierno, el Estado, la Fuerza Armada, la nunciatura, El Vaticano, la oligarquía, la comunidad internacional y los medios de comunicación. En fin, todas las formas y estructuras de poder.
El descalabro que provocó no había ni ha tenido hasta hoy precedente en el país y muy probablemente en el mundo entero moderno habrán muy pocos casos como este. Su inicio como máximo prelado fue contundente: comenzó bien y terminó bien en su mandato, fue consecuente desde el principio hasta el fin. Y pagó con su vida. Fue un hombre, un líder, un pastor, un religioso, una voz, un padre de su pueblo de una sola pieza. Sin ambages.
Fue él mismo a levantar el cuerpo del Padre Rutilio y sus dos acompañantes, sin rodeos, sin recovecos, sin escondrijos. Fue donde estaba el pueblo ensangrentado, y de ahí en adelante: “Poco a poco, Monseñor Romero empieza a cambiar: su voz, más inclinada a anunciar la concordia, se ve obligada a denunciar también la injusticia pecaminosa que produce la muerte; su palabra, acostumbrada a permanecer en la generalidad de lo abstracto, adquiere la dolorosa concreción de la vida cotidiana.
Su voz asume el grito del pueblo aplastado y, en un país en el que el dinero y la prepotencia han hecho de la palabra una prostituta, Monseñor Romero devuelve a la palabra humana su verdad y su valor”, se dice en la introducción del libro “La voz de los sin voz, La palabra viva de Monseñor Romero”.
En ese marzo de 1977 surgió la compañía esperanzadora de los pobres, la única y verás práctica social y humana, individual y colectiva que continúa señalando hoy el único camino posible de desarrollo social y del país: la justicia social.
Monseñor era una persona brillante e inteligente, lo que demostró desde el principio. Fue realmente creativo para enfrentarse al poder, para protestar contra este. Se plantó con su poder contra todos los poderes y decretó el primer gran desafío: se realizaría una “Misa Única” que sería oficiada por él mismo en catedral, en memoria del Padre Rutilio. No habría misas en ninguna parte, en ningún rincón del país el domingo designado.
La incertidumbre primero, la incredulidad después y la avalancha de presiones posteriores de todo el poder por la decisión de Monseñor, debemos reconocerlas en su justa dimensión histórica de entonces: lo que hizo Monseñor fue condenarse y someterse de una vez por todas a una interminable campaña de desprestigio, de ataques indiscriminados, a desprecios, a chantajes, persecuciones, inquisiciones y maltratos de toda índole. Es decir, al martirio. Pero fue inflexible en su opción, como debía ser, como eligió y escogió ser con todos los asuntos concernientes a su sufrido pueblo.
La oligarquía y su iglesia servidora habían entendido perfectamente el desafío, habían dimensionado perfectamente la denuncia, habían sido heridos de muerte por el cuestionamiento letal y sabían que la afrenta por ser pacífica e inexorable, era imperecedera e inquebrantable, pues era radical. Y Monseñor también sabía que ya no habría retroceso ni retorno, porque conocía al poder. Había establecido terminante e irrebatiblemente su posición de una vez y para siempre.
Durante toda su vida clerical Monseñor había convivido en las entrañas del poder y había compartido sus ideas e ideales. Había sido hijo meritísimo de la oligarquía, había sido su confesor, celebrador y protector. Y todo su pensamiento lo había dispuesto siempre a esa iglesia conservadora. Pero también había sido una persona fiel a sus hábitos y austero, y fiero lector y pensador. Fiel a su fe canónica. Fiel a Dios. Un verdadero hombre de fe, de bondad.
Un religioso que desde su perspectiva hacía el bien y practicaba la piedad. Todo lo que lo convertía a la vez en alguien virtuoso.
Conocía la mitad de la verdad sobre la pobreza, porque en realidad estaba dentro de su cotidianidad pastoril y era una herencia familiar. Lo que no entendió sino enteramente hasta marzo del 77, era de dónde provenía y qué provocaba, cuáles eran sus causas y consecuencias verdaderas. Y el poder conocido fue derrumbado. Todas las piezas de su pensamiento encajaron y se convirtieron en conciencia, en convicción y admitió el martirio. Eran tiempos de templanza y de martirios.
Nosotros sabemos que en ese momento evaluó y valoró todas las consecuencias que provendrían de la decisión, pero precisamente por eso, si el momento era decisivo, su vocación también tenía que ser irrevocable, irrenunciable.
Desde ese momento y para nuestra memoria, Monseñor nos dio la gran lección encarnando una ley popular: se es lo que se va a ser desde el principio, porque todo lo que comienza mal termina mal.
Quien comienza mal termina mal.
Monseñor es de los escasos ejemplos que nos ha demostrado que hay quienes no tienen precio. Y que como él, sí se puede encontrar personas que no sólo no tienen precio, sino que desprecian la advertencia y la propuesta en la práctica real, llana y cotidiana. La importancia de este axioma vivido por Monseñor es la esperanza que nos evidencia de que existen esos seres, y que en el futuro habremos de encontrar a alguien que no tendrá precio, y que desde el principio adquirirá y cumplirá con sus compromisos con el pueblo. Desde sus inicios, desde sus primeras decisiones, desde allí lo reconoceremos. Pero por esta vez, tendremos que esperar.
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