Escrito por Jaime Edwin Martínez Ventura. 18 de Marzo. Tomado de Diario Co Latino.
Director de la ANSP
Introducción
El 24 de marzo de 2010, se cumplirán 30 años del asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Un asesinato cruel, despiadado, sacrílego que por sí mismo puede considerarse uno de los peores crímenes cometidos en la historia de El Salvador y que, por ser parte de un ataque generalizado contra un sector de la población del país, en el que pueden ser incluidos miles de campesinos, obreros, comunidades eclesiales, catequistas y algunos sacerdotes, religiosos y religiosas, en el contexto de un conflicto político y social, reúne las características de un crimen contra la humanidad.
Lamentablemente, como todo los crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad perpetrados en nuestro país, este atroz magnicidio se mantiene en absoluta impunidad, derivada de la falta de voluntad política de todos los gobierno anteriores por hacer justicia, y por la imposición de la llamada Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz1 que concede amnistía amplia, absoluta e incondicional a favor de todas las personas que en cualquier forma –autores inmediatos, mediatos o cómplices– hayan participado en la comisión de delitos políticos, comunes conexos con políticos y delitos comunes cometidos por un número de personas que no baje de veinte, antes del primero de enero de mil novecientos noventa y dos.
Pese al crimen que anticipó su desaparición física, Monseñor Romero es de los hombres cuyo pensamiento y obra se quedan para siempre y para toda la humanidad después de su muerte. En diversos ámbitos de la vida diaria, su palabra sigue resonando con la misma o mayor fuerza y actualidad que cuando vivía, pues su mensaje tuvo siempre una visión profética, la cual ha de servirnos para fortalecer nuestro compromiso de mantener vivo su mensaje como una luz de esperanza en el camino a quienes creemos que estamos obligados a seguir su ejemplo para aportar a la construcción de una sociedad más justa o, por lo menos, a no ser cómplices de las injusticias.
Aunque en esta oportunidad el tema principal no es esa dimensión tan importante de su labor apostólica como fue su visión profética, se vuelve un imperativo al inicio de esta exposición, recordar el 11 de noviembre de 1979, pues constituye una fecha trascendental en la vida de Monseñor Romero y en la vida del pueblo cristiano. Fue en esa ocasión que el Arzobispo mártir profesó humilde y públicamente el voto de fidelidad al pueblo con estas sencillas palabras: “Quiero asegurarles a ustedes y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa: que no abandonaré a mi pueblo sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio exige” ¿Qué me puede hacer la muerte?, se preguntaba; nada, se respondía a sí mismo. “La muerte no tiene poder sobre aquellos que entregan su vida por el pueblo. “La voz de la justicia nadie la puede matar ya”. “Mi voz desaparecerá, pero mi palabra que es Cristo quedará en los corazones que la han querido recoger”.
Y efectivamente Monseñor Romero vive con mucha intensidad en el corazón de los cristianos y de las cristianas auténticas e incluso, el pueblo ha conseguido que por primera vez en su historia cuente con un Presidente de la República y con un gobierno que públicamente se ha comprometido a seguir la visión de Monseñor Romero en su opción preferencial por los pobre y en el rumbo de la gestión gubernamental. En esta ocasión y a través de este ensayo, modestamente, pretendo explorar el pensamiento del pastor sobre la justicia y sobre los derechos humanos, basado en sus homilías y en otros textos que publican sus ideas.
No podemos olvidar que en El Salvador los años setenta del siglo XX fueron el inicio contemporáneo de las luchas populares para alcanzar espacios de participación y del combate a la exclusión social. En este período un sector de la iglesia católica salvadoreña levantó el estandarte de la defensa de la justicia social y de los derechos humanos de todo un pueblo conculcado de los mismos, manifestándose la defensa de esta causa por la fidelidad del proyecto de Dios a quien ama y en quien cree y espera.
La Iglesia al proclamar el evangelio, una de las raíces profundas de los derechos humanos, rompe con un pasado conservador sin que eso signifique arrogarse una tarea ajena a su misión; por el contrario, obedece al mandato de Jesucristo al hacer de la ayuda al necesitado una exigencia esencial de su misión evangelizadora.
Esta ruptura de la Iglesia se ve representada en todo su esplendor también con los Padres Rutilio Grande, Ernesto Barrera y otros muchos, sacerdotes. Monseñor Romero asume su ministerio en los momentos de mayor efervescencia política, en donde quizá por primera vez se arremetía contra las comunidades eclesiales de base de la Iglesia y otras congregaciones religiosas, donde la espiral de violencia llegaba a todos los rincones del territorio nacional.
La iglesia de Monseñor Romero y de otros sacerdotes optó por la causa de los pobres, aplicando los postulados de una iglesia solidaria con los necesitados que son la mayoría, una iglesia que denuncia la injusticia, asumiendo los riesgos de su posición y que hace surgir en los pobres la conciencia de su dignidad, la decisión de luchar por la justicia y la esperanza de una vida diferente.
1 Decreto Legislativo 486, de 20 de marzo de 1993, Diario Oficial No. 56, Tomo 318, de 22 de marzo de 1993
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